Dicen que la mente es como un paracaídas: sólo nos salva si la tenemos abierta. Y es que, efectivamente, el procesamiento de la información de nuestros cerebros es esencial en nuestra supervivencia. Pero no somos una excepción aislada del resto de la naturaleza. Muchas otras especies también evolucionaron primando el desarrollo de este costoso órgano y obteniendo réditos asombrosos. Vaya esta entrada también como homenaje al recientemente fallecido y genial Fran de Waals, al que citaré al final a propósito de un fantástico experimento.
La encefalización
Ya vimos que la complejidad biológica acumula información y crece generando ventajas adaptativas desde el origen de la vida y en varias ramas evolutivas. Además de generar estructuras complejas, las distintas especies fueron desarrollando otras ventajas específicamente relacionadas con su capacidad para procesar directamente la información.
Muchas de ellas se alinearon en el conocido proceso de encefalización que dio lugar a nuestros cerebros. Ciertamente fue en un porcentaje reducido de todas las especies de la biosfera, pero la selección natural encontró en esta vía una fuente tremendamente innovadora de nuevas adaptaciones. Un mejor procesamiento de información centralizado permitía a las especies reducir la incertidumbre del medio. Así se especializaron cierto tipo de células, las neuronas, a partir de células epiteliales cuya principal función era actuar como células sensoriales receptoras y transmisoras de información. Esta comunicación fue perfeccionando su plasticidad, velocidad y ancho de banda a través de uniones electroquímicas, favoreciendo la concentración y la articulación del sistema nervioso, desde redes difusas a redes con ganglios y un par de cordones que acabaron fundiéndose en la espina dorsal, conectándose con un cuerpo de ganglios acumulados en la zona cefálica hasta dar lugar al cerebro.
Una mayor actividad neuronal concentrada es un factor de protección, porque la capacidad de resiliencia para soportar las funciones que desempeñan es mayor, reduciendo la mortandad celular, tal y como sucede con el ganglio rostral, que fue adquiriendo las características de un protocerebro. De hecho, la presión favorable era tal que varios autores consideran que distintas versiones de encéfalo se desarrollaron por vías filogenéticas distintas como fenómeno de convergencia evolutiva.
La evolución progresiva del encéfalo fue permitiendo una gestión integral cada vez más eficiente de la información relevante del entorno (amenazas, alimento, apareamiento…) y del propio metabolismo. A lo largo de millones de años, este proceso dio lugar a la configuración del encéfalo como lo conocemos actualmente en el clado Bilateria1. El proceso de encefalización adquirió un desarrollo espectacular por primera vez en los artrópodos y en los moluscos.
Sin embargo, el procesamiento de la información resulta energéticamente caro. El tejido neuronal supone un importante coste en términos energéticos2, por lo que el tamaño de los cerebros se ve fuertemente correlacionado con el de los cuerpos que han de sostenerlos. Hacen falta cuerpos grandes si se quieren mantener cerebros grandes, al mismo tiempo que para orquestar cuerpos grandes hacen falta cerebros grandes. A pesar de ello, tras la reconocida como última de las extinciones masivas, los animales supervivientes fueron aumentando el tamaño de su cerebro, llegando a decuplicar al de sus predecesores, especialmente con respecto a su masa corporal. Disponer de cerebros grandes que procesasen más información era una clara ventaja.
Sin embargo, el tamaño absoluto no es lo determinante. Buena parte de los cerebros animales ha de ser grande para ser capaz de controlar y orquestar la fisiología completa de sus grandes organismos. El cerebro de un cachalote es inmensamente más grande que el de un primate, y ello no le hace más inteligente. Por eso se emplean otra suerte de indicadores que permiten evaluar la creciente importancia relativa del procesamiento de información. Tal es el caso del llamado cociente de encefalización, una medida que evalúa la proporción entre la masa del cerebro y la corporal. Y, en efecto, este valor ha ido aumentado a lo largo del tiempo, mediante estrategias adaptativas distintas: algunas aumentando el cerebro más que el cuerpo, otras disminuyendo el tamaño del propio cuerpo. Pero la progresión es innegable en la inmensa mayoría de los animales, particularmente los mamíferos:
De hecho, la presión selectiva de las extinciones más recientes ha acelerado esta encefalización en las últimas decenas de miles de años3. Provocada por los cambios climáticos y especialmente ya por la caza intensiva del Homo sapiens, las especies que sobrevivieron han desarrollado un cerebro más grande con respecto a su masa corporal que las que perecieron. Entre otras cosas, para ser capaces de enfrentarse mejor a los inteligentes y cada vez más depredadores homínidos. Aunque el tamaño corporal fue lo más determinante, tener un cerebro grande fue clave para sobrevivir, como sucedió en el caso de los elefantes pero no de los mastodontes americanos.
Del mismo modo que la sangre es el fluido esencial del sistema circulatorio, podríamos decir que la información lo es del sistema nervioso, aunque se represente y transmita a través de conexiones sinápticas de tipo electroquímico. A pesar de su coste, la encefalización se consolidó como una forma muy eficiente de controlar los organismos cada vez más complejos que surgían en la línea evolutiva. Además, aunque acarrean vulnerabilidades adicionales, especialmente en los primeros estadios de la vida de los individuos, los cerebros proporcionalmente grandes están asociados con vidas más longevas, lo que suele ampliar las posibilidades de procreación.
Esta encefalización favoreció el desarrollo de la curiosidad, esa hambre de información que, como rasgo adaptativo, se manifiesta especialmente en los animales con cocientes de encefalización superiores. Pues el individuo curioso que no llega a morir – como hace el gato en la castiza expresión – suele obtener mejores recursos para sobrevivir. Ciertamente, el miedo nos protege frente al exceso de los curiosos más temerarios que se van quedando en el camino evolutivo. Sin embargo, las ventajas de la curiosidad para acumular información han articulado mecanismos neuronales que generan dopamina en ciertas regiones del cerebro como lo hacen el alimento o el sexo, y en las que también se asienta la memoria, retenedora por excelencia de la información tan útil para la supervivencia. Hasta el punto de que nuestra curiosidad provoque el deseo de acumular información aparentemente inútil, tal y como aprovechan los mecanismos actuales de captación de nuestra atención. Pero esa inutilidad puede resultar sorprendentemente ventajosa en un momento dado, como recuerda aquella frase atribuida a R. Feynman:
“La ciencia es como el sexo: a veces sale algo útil, pero no lo hacemos por eso”
Indudablemente, este proceso de encefalización concluye hasta la fecha con la especie que ostenta el nivel más alto de cociente de encefalización, el Homo sapiens. Despuntamos en la naturaleza entre los cabezones inteligentes, como puede verse en este gráfico doblemente logarítmico:
Dicho esto, hay muchos ejemplos de otros cabezones cuyas destrezas resultan tan sorprendentes como ignoradas por muchos. Veamos algunas.
Para muestra, un cabezón.
La encefalización de múltiples especies les ha permitido desarrollar habilidades fantásticas como el procesamiento de imágenes, la interacción social, la memoria, el empleo de herramientas, el mimetismo o capacidades de comunicación. Veamos algunos casos sorprendentes.
Recientemente hemos constatado que los abejorros son capaces de enseñarse socialmente habilidades que jamás desarrollarían experimentando por sí solos. Eso permite una transmisión cultural que amplía su supervivencia. Las hormigas, por su parte, han dado numerosas muestras de una comunicación enormemente efectiva, empleando la estridulación o las feromonas, para advertir sobre amenazas, comunicar rutas para la localización y distribución de alimento, e incluso emitir feromonas “de propaganda” para confundir a las especies enemigas y hacerlas luchar entre sí. Del mismo modo, enseñan a otras, como hacen las instructoras conduciendo a sus inexpertas compañeras aprendices hasta la fuente de alimento, adecuando su velocidad a la del aprendizaje de la anterior.
Entre las aves, resultan particularmente inteligentes los estorninos, capaces por ejemplo de sincronizar su vuelo en complejas y asombrosas estructuras conocidas como murmuraciones, que permiten despistar a los depredadores que les merodean al caer la tarde. Entre otras posibles explicaciones, estos espectaculares vuelos parecen crear remolinos de aire y movimientos rápidos e inesperados que reducen el éxito de sus depredadores, incapaces de fijar la atención en una única presa.
En lo que se refiere al empleo de útiles y herramientas, otros animales de alto nivel de encefalización se muestran capaces de aprender a manejarlos con relativa facilidad, aunque no hayan evolucionado empleándolos. Tal es el caso, por ejemplo, de las cacatúas Goffin que, cuando son expuestas a potenciales utensilios, pueden transportar de forma planificada múltiples herramientas para resolver problemas complejos como hacemos los primates:
Otro conocido caso es el de los cuervos, con uno de los índices de encefalización más altos, que acumula múltiples comportamientos inteligentes. Son capaces de resolver problemas por imitación e intuición y utilizan premeditadamente a otros animales como los lobos, reclamándolos oportunamente para abrir la carroña y hacérsela después accesible. Son capaces de robar y ocultar comida y otros objetos. Juegan, se entretienen y se comunican con otras especies como otras aves e incluso humanos. Es paradigmático el ejemplo en el que abren unas duras nueces aprovechándose del paso de los coches, y sincronizándose con los semáforos para no ser arrollados en la recolección de su fruto:
Otra especie de alto nivel de encefalización es la de los delfines, con capacidades sorprendentes para comprender lenguajes artificiales, vivir en estructuras sociales, desarrollar emociones y autoconsciencia, planificar y resolver problemas e interactuar con carácter altruista. Los delfines han sido capaces de desarrollar un aprendizaje vocal, un etiquetado referencial, la comprensión de sintaxis y la atención conjunta gracias a su propio sistema de comunicación. Con él, empleando silbidos, chasquidos, clics, paquetes sonoros de banda ancha llamados pulsos de ráfaga y un diverso lenguaje gestual, han sido capaces de lograr altísimos niveles de cohesión grupal, coordinación e incluso de reconocimiento individual, con identificadores únicos, al estilo de los nombres propios.
Pero, sin duda, como tanto nos enseñó el primatólogo recientemente fallecido Frans de Waal, los primates destacan entre todas estas especies. Por ejemplo, los chimpancés aprenden socialmente a distinguir cientos de plantas y sustancias, y a conocer sus funciones alimentarias, astringentes e incluso preventivas frente a los parásitos. Además, han desarrollado sofisticadas formas de comunicación, como las que producen los machos alfa conduciendo a su grupo por la espesa jungla: ante las dificultades para localizarse visualmente a través de la tupida maleza, vocalizan y golpean troncos de árboles indicando si van a parar, cambiar de rumbo o una mezcla de ambas. Son capaces de incorporar a su dieta alimentos que les permiten automedicarse frente al parasitismo u otras enfermedades. Y han llegado a desarrollar técnicas curativas aplicando insectos no solo sobre sus propias heridas sino también sobre las de sus congéneres. Y es que la inteligencia de estos cabezones les ha permitido construir profundas relaciones sociales, declararse la guerra entre grupos por un territorio, y desarrollar incluso un potente sentido de la justicia, como en este entrañable experimento que nos narraba el propio Frans de Waal:
No estamos, pues, aislados de esta increíble naturaleza. Existe un gradiente entre lo que hemos llegado a ser como especie y las que nos rodean, lo cual debería bajarnos los humos, curarnos de cualquier narcisismo y cambiar nuestra perspectiva. Sin perder de vista, nuevamente, que en gran medida lo que compartimos es esta creciente capacidad para percibir, retener, procesar y aprovechar la información, permitiéndonos a todas adaptarnos para sobrevivir.
Este clado agrupa a todos los animales con simetría bilateral, es decir, con un eje de simetría que divide los cuerpos en izquierda y derecha, asignando consecuentemente un eje antero-posterior y una dirección de movimiento. Esto aumentó la capacidad de consecución de alimento, de huir o de acudir hacia un estímulo externo, y en general hizo más eficientes las conductas, que son una ventaja competitiva fundamental. El incremento de la complejidad estructural y la capacidad para procesar toda la información que estas fronteras heterogéneas marcaban permitieron colonizar nuevos hábitats.
El cerebro apenas representa un 2% del peso de nuestro cuerpo, mientras que consume más del 20% de nuestra energía.
Desde la extinción de la Megafauna del Cuaternario tardío, hace unos 50.000 años.
Muy buen texto, gracias. Se me ha venido a la cabeza esta cita de Henry Beston que escribíía esto en The Outermost House en 1928:
«Necesitamos otro concepto más sabio y tal vez más místico de los animales... Los tratamos con condescendencia por su carácter incompleto, por su trágico destino de haber tomado forma tan por debajo de nosotros. Y en eso nos equivocamos, y mucho. Porque el animal no será medido por el hombre. En un mundo más antiguo y completo que el nuestro, ellos se mueven completos, dotados de extensiones de los sentidos que hemos perdido o que nunca hemos alcanzado, viviendo de voces que nunca escucharemos. No son hermanos, no son subordinados; son otras naciones, atrapadas con nosotros en la red de la vida y el tiempo, compañeros prisioneros del esplendor y el trabajo de la tierra»