Hermodike lloraba desconsolada. Acariciaba aquellas cuentas aplastadas de oro que había hecho grabar con el rostro de su hija. Su esposo, que se había henchido por el fastuoso poder de convertir en oro todo cuanto tocaba, languidecía sin embargo en la alcoba de al lado. Se hallaba decrépito de inanición, pues ningún manjar podía llegar hasta su boca sin convertirse antes en el apreciado y sin embargo duro y yermo metal. Pero si algo realmente mataba a Midas era el lacerante y brutal dolor que sufría por haber abrazado en un descuido a su hija y, al instante, haberla petrificado en oro con aquella bendición maldita. Hermodike jamás se lo perdonaría. Aquel emblemático nudo que su padre, Gordio, había trenzado como estandarte de la ciudad parecía que se le había alojado en la garganta para siempre. La leyenda contaba que cuando Gordio fue elegido como rey, había ofrecido a Zeus el carro, la lanza y el yugo que portaba atados con un nudo tan complicado que nadie podía desatarlo. El mágico relato se había perpetuado diciendo que quien consiguiera deshacerlo conquistaría el Oriente. Pero Midas, que había visto crecer su reino con el esplendor de su don de convertir en oro cuanto tocaba, ya no tenía aliento para intentar deshacer aquel nudo gordiano.
Llorando, maldijo su suerte e imploró a Dioniso para que lo liberase de aquel don que un día le había concedido y que todo hombre incauto anhela. Dioniso se apiadó de él y lo conminó a dirigirse al río Pactolo para limpiar en sus aguas aquella bendita maldición. Midas de Frigia salió liberado de aquel baño y pudo volver a probar bocado. Pero el regreso junto a Hermodike fue en vano. Ella siguió acariciando con la mirada perdida aquellas esteras de oro grabadas con el rostro de su hija, que ya nadie les devolvería. El río, mientras, se tiñó de oro y bajó como un torrente dorado hasta alcanzar el reino vecino de Lidia.
De aquella forma explicaban algunos lidios, siglos después, que su rey Creso y su reino fueran tan ricos. La maldición de la que se había desprendido Midas había resultado ser una bendición depositada en los sedimentos auríferos que los lidios podían cribar en las aguas del Pactolo. Sin embargo, en realidad, la mayor parte de su gran riqueza no provenía de ahí, sino de aquellas esteras que Hermodike había mandado tallar. El dinero era un antiquísimo mecanismo que llevaba milenios empleándose para codificar la información necesaria para orquestar el altruismo recíproco, es decir, registrar los favores que los hombres se hacen mutuamente para sobrevivir. Sin embargo, Creso y sus consejeros habían entendido, como antes su padre Giges, que la acuñación de moneda constituía una fuente esencial de su riqueza y poder. Al inscribir información adicional sobre aquellas piezas de oro, plata o de electro - aleación de ambos metales -, no solo garantizaban su peso y con ello agilizaban las transacciones económicas de su pueblo a un nivel de eficiencia desconocido en la antigüedad, sino que además les permitía fiscalizar de forma centralizada el comercio, engordando las arcas reales al son de la economía boyante de los lidios1.
Pero no estamos hechos para saciarnos. Con cerebros evolucionados como cazadores recolectores, aunque encontremos abundancia de recursos disponibles, por si acaso, seguimos acaparando. Siempre queremos más. Así que Creso desoyó la reflexión de Solón que, ante su exuberante riqueza, le había negado que la felicidad se hallara en ella. Y en el apogeo de su reinado, desde el pequeño rincón de Asia menor, se envalentonó atacando al poderoso imperio persa de los aqueménidas, con la ambición de extender aún más las fronteras de Lidia a su costa. No obstante, el emperador Ciro lo derrotó y lo asedió en la ciudad de Sardes hasta su rendición, sometiendo y convirtiendo a Lidia en una satrapía más de su imperio. Creso, a punto de ser quemado como castigo, se lamentó entre sollozos sobre su pira, recordando las palabras del viejo Solón. Ciro, al oírle, se apiadó de su arrepentimiento, y le perdonó la vida. Al fin y al cabo, los lidios le habían regalado la potente tecnología de la acuñación que los había hecho famosos por su riqueza en todo el mundo antiguo y que así los encumbraría para la posteridad.
De este modo, Ciro II el Grande difundió por su imperio este mecanismo de la acuñación que durante dos siglos mantuvo la hegemonía de su imperio en la región. Porque la acuñación, además de dinamizar el comercio, ayudaba a obtener la información fiscal clave para el sostenimiento del imperio: Era perentorio detectar qué riqueza podía extraerse sin desincentivar la actividad económica y sin infrafinanciar el imperio, determinando la base imponible óptima cerca del máximo de la curva de Laffer. Pero, aún más, acuñar la moneda proporcionaba una vía para proyectar información propagandística para la legitimación del imperio. Ciro II logró fundar una dinastía, la de los aqueménidas, que se mantendría en el poder durante veinte décadas. La persuasión preventiva sobre el poder del emperador acuñada en sus monedas era más económica que el ejercicio explícito de su fuerza violenta.
Pero esta fuerza violenta, bien organizada, seguía resultando determinante sobre los acontecimientos y el devenir de los pueblos, especialmente si se empleaba con astucia. Y así, en los confines de aquel imperio, un par de siglos después, el pequeño pueblo macedonio, bien organizado y con innovadoras técnicas de adiestramiento militar, como su falange, encontró en la carismática figura de su joven rey a un estratega militar, político y diplomático singular. Formado por Aristóteles, Alejandro, que sería calificado de Magno, cruzó el estrecho del Helesponto para entrar en Anatolia y liberar a las ciudades griegas de su costa este en Jonia, que llevaban muchos años sometidas también por los aqueménidas. Sin embargo, revestido con la legitimidad de ser el liberador de los griegos y todavía bajo la amenaza de los persas, se vio seducido por las inmensas riquezas del imperio persa y la ambición por conquistarlo. Así devolvería la afrenta a Ciro, deponiendo al último de los aqueménidas, Darío III en una epopeya que reconocerían los anales.
En una de sus primeras conquistas penetrando en Anatolia, Alejandro sometió a la región de Frigia, la tierra de Midas, y sus habitantes lo enfrentaron al reto de aquel nudo gordiano que a Midas se le había atragantado. Así, cuenta la leyenda, Alejandro solucionó el reto blandiendo su espada y cortando de un golpe aquel nudo, diciendo que lo mismo era cortarlo que desatarlo2. Su resolución iba a ser determinante para las campañas extenuantes que le llevarían hasta la India. Pero no habrían sido posibles sin asimilar la técnica de la acuñación en el camino y acelerar la financiación de su proyecto.
Con el saqueo de templos egipcios y persas, las campañas de Alejandro fueron fundiendo y acuñando monedas que aceleraban la fluidificación de las transacciones, transformando objetos de intercambio de valor de baja velocidad como joyas, jarras y copas de oro, en monedas acuñadas, fácilmente cuantificables y precisas, que se intercambiaban a una alta velocidad. La acuñación evitaba los inconvenientes de comprobar la información relativa a la pureza y al peso de los metales preciosos empleados, reduciendo el coste de los intercambios y permitiendo a más personas ingresar en el mercado, acercándolo a su máxima eficiencia. Esta práctica no solo financió su expansión, sino que a su paso hizo que surgieran economías de mercado y formas de recaudación de impuestos más eficientes y abarcadoras.
Todo ello facilitó la integración económica de los territorios conquistados bajo la esfera del helenismo. A pesar del poco tiempo que duró el imperio alejandrino con la temprana muerte de su caudillo, las consecuencias fueron determinantes para la hegemonía de la cultura griega en toda la región. Pero esta hegemonía no podría comprenderse sin observar el efecto que provocaba la nueva lengua franca, el griego y su alfabeto, y las monedas que portaban su efigie. Ellas proyectaban a Alejandro como un héroe divino, rey-filósofo y conquistador que emulaba a los grandes héroes de la mitología y de la historia, reforzando su legitimidad y autoridad. Todos querrían desde entonces imitarle, de César a Napoleón.
Pero para que tres siglos después César, y sus sucesores, pudieran hacerse con el poder absoluto de la exitosa República romana que había derrotado a los cartagineses y se había hecho con casi todo el Mediterráneo hasta convertirlo en Mare Nostrum, tuvieron que servirse de las riquezas acumuladas por la conquista y refrendarse en la legitimidad del poder romano edificada sobre sus legiones, sus monumentos, sus inscripciones, el latín y sus monedas.
De hecho, la mentalidad romana que prodigó la concesión de la ciudadanía por todo el imperio no recurrió a la raza, al color de la piel o al lugar de nacimiento. Para unir a los habitantes de Escocia, Galia, Hispania, Siria, Capadocia y Mauritania y ayudarles a entenderse, a compartir aspiraciones y a descubrirse miembros de una misma comunidad, los romanos se sirvieron de las palabras, las ideas, los mitos y los libros en latín. Las calzadas romanas articularon ese intercambio de tropas, comercio e información, grabada en papiros egipcios y en monedas acuñadas. La proyección de la legitimidad romana tiene un capítulo específico en la numismática.
El desarrollo del sistema monetario romano, que conoció numerosas crisis y envilecimientos sistemáticos de la moneda para paliar los problemas de déficit público3, sentó sin embargo las bases de buena parte de los sistemas monetarios actuales. El denario dio lugar a nuestra palabra dinero, y el sólido bizantino a nuestro concepto de sueldo. La acuñación de moneda se centralizó en Roma, con la ceca que las fabricaba ubicada junto al templo de Juno Moneta4. La palabra moneda, procedente de esta Moneta, viene del verbo monere que quiere decir advertir (de donde viene a su vez admonición o amonestar), es decir, informar. Juno Moneta protegía a Roma con sus advertencias de las amenazas más perniciosas, protegía el tesoro, y la ceca donde se registraban las monedas que servían para vertebrar la riqueza romana.
Las monedas romanas sistematizaron e hicieron proliferar por todos sus dominios el sistema monetario como mecanismo comercial. Pero en ellas, no solo se grababa la información que legitimaba el valor y la calidad del metal avalado por la República y después por el Imperio, sino que también se esculpían efigies de emperadores y victorias militares emblemáticas como forma de legitimación del propio gobierno romano, permeando todos sus confines. La información servía así para organizar y favorecer el intercambio económico y al mismo tiempo proyectar la legitimación romana. Incluso para llegar a los ciegos, las monedas se acuñaban con figuras animales bien marcadas para identificar el origen del metal asociado a alguna zona del Imperio como parte de su legitimación. Por ejemplo, las monedas acuñadas con el oro y la plata procedentes de Hispania solían llevar la figura de un caballo asociado a esta región.
Pero la inmensa riqueza que acumularon no bastó para impedir que la ambición desmedida de algunos los traicionara, como sucedió en su día a Midas o a Creso. Tal fue el caso de Marco Licinio Craso, que había acumulado una fortuna memorable mediante la adquisición de propiedades incendiadas y después reconstruidas5, la explotación de minas de plata y el tráfico de esclavos. Ello le había servido para ascender en la política hasta formar parte del primer triunvirato con el propio César y Pompeyo. Pero antes de enzarzarse con ellos en su guerra civil, su ambición lo llevó a buscar gloria militar en el Imperio Parto, otra vez apuntando hacia Persia. Poco antes de Cristo, en la desastrosa batalla de Carras, las fuerzas partas aniquilaron a su ejército. Capturado y humillado, Craso fue ejecutado de manera simbólica: le vertieron oro fundido en la boca, un macabro recordatorio de su insaciable avaricia. El sollozo de Midas y Creso, siete siglos después, resonó en la garganta de este hombre que pasó a la historia dando nombre para siempre al “craso error”. La acuñación ya nunca se marcharía, sin embargo, codificando, hasta nuestros días, la confianza social que depositamos en el dinero como información.
Con el paso de los siglos, esta impresión de información acabaría tomando el relevo para soportar el auténtico valor del dinero, desplazando por completo el valor concedido a los metales preciosos: en un primer paso, el papel moneda, aunque aparecido en el siglo VII en China, sería adoptado globalmente en el siglo XIX, siempre bajo el respaldo del patrón oro. Finalmente, con su abandono, se instituiría el dinero fiat a partir de 1971 tras los Acuerdos de Bretton Woods. El valor del dinero hoy sigue siendo solo una representación del compromiso y la capacidad de la entidad que lo emite de hacerlo cambiable por bienes o servicios por parte de la sociedad en que se emplea. El valor del dólar americano, por ejemplo, descansa en el poder estadounidense (militar, político,…) para hacerlo valer.
El lema personal de Fernando el Católico, “Tanto monta”, hace alusión a este episodio: «tanto monta cortar como desatar». Es decir, no importa cómo se haga, sino que se consiga. En su emblema se presentaba sobre las flechas, con una cuerda cortada a su alrededor, e inspiró la vocación del reino de Aragón por expandirse hacia Oriente.
La credibilidad del sistema monetario, como mecanismo para el intercambio fiable, perdía enteros cuando los propios emperadores se saltaban sus propias leyes, de forma que la devaluación de la moneda llevaba aparejada una pérdida de legitimidad social de una Roma que fue volviéndose cada vez más convulsa, especialmente cuando sus conquistas se detuvieron.
Esta diosa era reina del cielo y diosa de la luz, protectora de instituciones o episodios vitales tan relevantes como el noviazgo, el matrimonio, el embarazo, el parto o el tesoro romano.
Al más puro estilo de la especulación inmobiliaria y su asociación con la piromanía de nuestros tiempos. Cuando creemos haber innovado en los negocios, los romanos, con frecuencia, ya estuvieron allí.
Me ha encantado cómo están unidos los diferentes temas. Empecé a leer con una idea en la cabeza, y la conexión de conceptos fue una sorpresa. Aprovecho también para echar en falta el post de esta semana.