No somos la cumbre de la evolución. Pero la vida ha encontrado en nuestro linaje una forma singular de permitir y aprovechar el crecimiento de la complejidad que la caracteriza y, por tanto, el crecimiento de la información. De hecho, algunos sostienen que somos la especie más compleja conocida, y desde luego somos un ejemplo paradigmático que supone la emergencia de un nuevo nivel que nos ha hecho capaces de expandirnos demográfica y geográficamente de forma sorprendente, aprovechando cada vez más fuentes de energía. Ello se ha manifestado singularmente en el último par de siglos, pero esta historia hunde sus raíces hasta el Paleolítico, cuando el cerebro de nuestros antepasados comenzó a crecer.
La información esculpió nuestro origen. Nuestra capacidad para procesarla cada vez más está inexorablemente ligada a la de este crecimiento del cerebro en nuestro linaje, en un viaje fascinante que se extiende a lo largo de millones de años y que se encuentra en el corazón de lo que nos hace humanos. Este viaje no solo refleja cambios en el tamaño físico del cerebro, sino también transformaciones profundas en nuestra conducta, habilidades sociales, y capacidades cognitivas.
Somos la única especie que genuinamente adquiere una historia, precisamente porque ha sido capaz de orquestar un aprendizaje colectivo, que le otorga nuevas habilidades ecológicas a lo largo del tiempo de forma muchísimo más vertiginosa que la que la selección natural va proporcionando en el gradual proceso de especiación. Los Homo sapiens se han distinguido precisamente por su capacidad para intercambiar información y acumularla entre generaciones, otorgándoles ventajas adaptativas culturales absolutamente diferenciales. Somos criaturas altamente interconectadas, en los que la cooperación y la competencia juegan un equilibrio enormemente ventajoso. La información vertebra nuestra capacidad de adaptación.
El proceso de hominización que dio origen a nuestra especie es enormemente ilustrativo. A pesar de la escasez de los registros, es posible seguir el rastro de distintas especies de homínidos y encontrar un crecimiento en nuestra filogenia para el procesamiento de información en términos de inteligencia y, particularmente, de inteligencia social. Y sin lugar a dudas, el proceso de encefalización que se dio durante la hominización resulta clave, hasta volvernos los más cabezones de entre todas las especies.
El gran volumen cerebral de nuestra especie, tanto en términos relativos como absolutos, y en particular el de algunas partes de nuestro cerebro, como la del neocórtex, nos ha permitido contar con singulares capacidades adaptativas. Hasta alcanzarlo, puede rastrearse el aumento del volumen craneal de los fósiles de nuestros antepasados que fue especialmente intensivo, casi exponencial.
El ritmo de crecimiento se aceleró vertiginosamente con la llegada del género Homo cuyas especies, en menos de 2 millones de años, acabaron por quintuplicar la capacidad craneal de sus antepasados primates. Y junto al volumen, fue creciendo su complejidad interna, como nos muestran los moldes endocraneales del registro fósil, con crecientes circunvoluciones de la corteza cerebral impresas en el interior craneal.
Para que esto fuera posible, una serie de factores íntimamente relacionados con el crecimiento y la gestión de la información intervinieron en este desarrollo evolutivo, generando toda una arquitectura de procesos adaptativos - algunos aún pendientes de mayor respaldo empírico -, que se entrelazaron en distintos bucles que realimentaron esta aceleración.
Factores e hitos del crecimiento cerebral
Podríamos decir que el primer factor y probablemente el más señalado fue el de la bipedestación, que nos hizo erguirnos dándonos una ventaja fundamental. También lo fue el de la pinza de precisión que logramos con nuestros dedos, como mejora adaptativa sobre la que ya suponía el pulgar oponible de los primates. No existe un consenso sobre si la primera antecedió y favoreció a la segunda con la liberación de las extremidades superiores, o ambas adaptaciones fueron cooptadas, es decir, aprovechadas mutuamente, pues las manos ocupadas gracias a la pinza de precisión pudieron a su vez forzar la bipedestación. El caso es que ambos rasgos dieron el pistoletazo de salida.
Los homínidos arborícolas llevaban millones de años sabiendo desplazarse de forma suspendida puntualmente y con pulgares diferenciados, lo que les permitía emplear ocasionalmente objetos como utensilios, tal y como hacen otras especies animales. Sin embargo, hace unos 8 millones de años, la bipedestación definitiva de algunos primates trajo consecuencias determinantes para el crecimiento de la información: por un lado, ante los cambios en el ecosistema, fundamentalmente de la selva a la sabana, la elevación de los ojos aumentó el protagonismo del procesamiento visual, que en nosotros ha llegado a alcanzar el 80% de la información que recibimos, y que resultó clave para observar por encima de pastos altos o en zonas anegadas de agua, tanto para el cuidado frente a los depredadores como para la caza sigilosa.
Por otro lado, la bipedestación aumentó la eficiencia energética de nuestro linaje: la posición redujo la superficie del cuerpo expuesta al sol y al suelo, y aumentó su exposición al viento. Ello hizo que nuestros antepasados comenzasen a regular mejor la temperatura corporal, a perder vello corporal funcional con el tiempo y con todo ello a mejorar el metabolismo que aumentó la disponibilidad energética para el desarrollo de un órgano tan energéticamente costoso como es el cerebro (2% de nuestra masa, 20-25% de nuestra energía).
No obstante, si hay una consecuencia especialmente relevante es que ambas adaptaciones habilitaron la posibilidad de manipular objetos. Esto suponía diversas ventajas, como la evidente mejora en las capacidades de ataque y de defensa, o la mejora en la eficiencia para el desplazamiento, especialmente al atravesar zonas sin vegetación. Pero, entre ellas, destacan dos enormes ventajas: por un lado, la capacidad mejorada para el transporte de comida y de utensilios, que aumentó directamente la relevancia de la cooperación con el grupo, y por tanto la necesidad de comunicarse e intercambiar información con él. Por otro, la manipulación precisa de objetos que dio lugar a la emergencia como tal de las tecnologías del paleolítico que transformaron profundamente nuestro cerebro, gracias a la fabricación de herramientas, la fabricación de armas y el dominio del fuego. Fue esta primera tecnología (lítica, ígnea) la que alteró decisiva e irreversiblemente la forma de estar en el mundo de nuestros ancestros, proyectando de forma sostenible en la realidad la información que estaba siendo procesada en sus cerebros. Volveremos próximamente sobre esta tecnología paleolítica que nos hizo humanos en otra publicación.
El desarrollo de estas primeras formas de tecnología alteró decisivamente nuestra dieta y nuestra posición en la cadena trófica, haciéndonos pasar de ser fundamentalmente herbívoros o carroñeros a ser depredadores. Todo ello siguió acelerando el proceso de encefalización y el cerebro continuó creciendo en las distintas especies de homínidos hasta llegar al Homo neandertal y al propio Homo sapiens en quienes el proceso de encefalización acelerada alcanzó valores máximos. Sin embargo, el cerebro, y por tanto el cráneo, no podían seguir creciendo sin comprometer la primera adaptación que había iniciado este proceso y que se hallaba en su base: la bipedestación.
El dilema obstétrico y la autodomesticación
El crecimiento del cerebro se topó con una limitación física significativa que se conoce como el dilema obstétrico. Para mantener la locomoción bípeda, la pelvis humana se había estrechado, complicando el parto de neonatos con grandes cráneos. Por eso, a diferencia de otras especies, nuestras mujeres paren con dolor. Sin embargo, renunciar a esa bipedestación no era ya posible para esta línea evolutiva. Por lo que se produjo un conflicto.
Ante este dilema, un primera respuesta fue que el cerebro aumentase su complejidad y su eficiencia sin aumentar tanto su volumen. De hecho, son muchos los que tienen al cerebro humano por el órgano e incluso la realidad más compleja que nunca hemos conocido. Esta complejidad se debe fundamentalmente a la diferenciación y expansión del neocórtex, su multitud de repliegues, el aumento de la densidad neuronal, el crecimiento en el número de dendritas para establecer conexiones sinápticas, etc. Todo ello abrió el camino a un espectacular desarrollo de habilidades cognitivas y mentales para procesar y comunicar de forma más eficiente la información.
Sin embargo, estos mecanismos resultaron insuficientes y a este aumento de la complejidad interna cerebral se le sumó otra arriesgada apuesta evolutiva que tuvo éxito: adelantar el parto para que los bebés humanos siguiesen aumentando el tamaño de su cerebro en su primera infancia, pero fuera ya del cuerpo de su madre. Evidentemente, este intento suponía un riesgo enorme, puesto que los bebés prematuros, mucho más vulnerables, requerían además de mucho más esfuerzo energético por parte de los progenitores y miembros del grupo para su cuidado. A diferencia del cervatillo, que en apenas unos minutos tras nacer ha de valerse por sí mismo para echar a correr y escapar de su depredador, los bebés humanos nacemos vulnerables y dependientes, a medio cocinar. Pero, más allá de una debilidad, eso es síntoma de una gran ventaja para nuestra especie.
Fue entonces cuando se produjo la revolución que alumbró al hombre anatómicamente moderno, al conocido como Homo sapiens: el desarrollo de estos bebés pendientes de madurar se produjo intercambiando información con otros. La interacción con la tribu es lo que nos hace humanos y enriquece brutalmente nuestra capacidad adaptativa en grupo. La llamada altricialidad secundaria o primavera extrauterina permitió que los Sapiens pudieran establecer numerosísimas y valiosas conexiones neuronales a lo largo de un gran período. El aprendizaje humano se extendió, haciendo que las etapas de la niñez e incluso de la adolescencia, apenas existentes en otras especies que antecedieron a los Sapiens, se alargaran mucho más, acelerando ciertas conexiones neuronales en el conocido proceso de mielinización que refuerza y aumenta su ancho de banda.
De este modo, los Sapiens encontraron una vía alternativa para seguir acumulando y procesando información, aunque esta vez no en cerebros más grandes sino fuera de ellos. Y para ello, paradójicamente, no sólo detuvieron el proceso de encefalización, sino que comenzaron a reducir el tamaño de sus cerebros. Porque un menor tamaño está asociado a una mayor predisposición a la cooperación, y esta permitió que los grupos de Sapiens lograran mejorar su capacidad adaptativa. El aprendizaje colectivo fue determinante para la adopción, transmisión y difusión del conocimiento sobre las primeras herramientas, o las técnicas de recolección y caza colectivas.
Cuando los humanos fueron capaces de encontrar en el grupo el repositorio en el que atesorar una información que moría en sus cerebros, estos se relajaron y se prestaron a favorecer la cooperación con ese grupo. Ello condujo al mismo proceso de domesticación que experimentaron otros animales de nuestra mano como los perros o las ovejas, que redujeron el tamaño de sus cerebros con respecto a sus antepasados. Y entonces florecieron rasgos que nos diferenciaron de nuestros ancestros más salvajes: gracilidad, mansedumbre, docilidad, timidez, apariencia juvenil en la edad adulta,… Estos rasgos estaban asociados a cerebros más pequeños. Y así es cómo parece que nuestro cerebro siguió reduciendo su tamaño: los humanos actuales tenemos alrededor de un 10% menos de cerebro que los humanos de hace decenas de miles de años.
De manera que la vía por la que el crecimiento de la información y la complejidad encontró acomodo para seguir discurriendo en nuestro linaje pasó por la autodomesticación del Sapiens, lo que permitió que nuestro cerebro se especializara en tareas complejas como el lenguaje, la planificación a largo plazo y la empatía. La información, plasmada en nuestro ADN y articulada y procesada en nuestros cerebros, daba un salto al espacio simbólico de carácter extrasomático, es decir, fuera de nuestro cuerpo, y que constituye la cultura.
El salto extrasomático de la información: La emergencia de la cultura
Los homínidos fueron capaces de elevar la complejidad de las relaciones procesadas por sus cerebros hasta alcanzar la capacidad simbólica. Nuestra especie nos hizo fraguar sistemas de creencias compartidas que orquestaron roles y reglas, capaces de estimularnos y movilizarnos en un espacio simbólico irreal, pero de enormes efectos sobre nuestra realidad material. La conocida hipótesis de Dunbar, que liga el tamaño encefálico con la sociabilidad, apunta a este aumento de nuestra capacidad para establecer vínculos con miembros de nuestra especie alejados genéticamente de nosotros, basados en procesos fiables de intercambio de información, que habría expandido el perímetro de nuestra cooperación social. La tribu o el clan fueron el comienzo. Los grandes Estados supranacionales contemporáneos los ecos de esta expansión.
Por ejemplo, nuestra cooperación con el grupo aceleró nuestra capacidad para desprendernos de la dependencia alimentaria de nuestras madres. Ello redujo los períodos de lactancia frente a otros animales, porque la tribu alimentaba a los niños. Y ello hizo que las mujeres volvieran a ser fértiles antes, puesto que la lactancia inhibe la ovulación, aumentando nuestra capacidad reproductiva. Ello mitigaba los riesgos demográficos y a su vez aumentaba la complejidad social: una mayor población, aunque ponga en riesgo su supervivencia ante una potencial escasez de recursos, es capaz de desarrollar más interacciones sociales emergentes para la innovación. Siempre que tengamos comida para todos, cuantos más seamos, más cosas interesantes, innovadoras y útiles pueden surgir. Aunque sea compitiendo por grupos entre nosotros.
Ciertamente, muchas otras especies también presentan formas de cultura con diferentes grados de complejidad. Pero la que emerge en el género Homo alcanzó un nivel muy superior, precisamente gracias al intercambio estructurado y abierto de información, especialmente acelerado por la singularidad de nuestro lenguaje. La cultura puede así comprenderse como la capacidad para transmitir información, por imitación e instrucción, en vez de hacerlo por herencia genética. Aprendimos a dominar el fuego, y este no sólo nos calentó o coció nuestro alimento, sino que nos permitió ampliar nuestras horas de cooperación y narrar nuestras historias para aunar nuestro comportamiento.
A esas alturas, el cerebro ya disponía de una complejidad suficiente para aprovechar esta creciente información social, ligada en general al desarrollo del neocórtex y el lóbulo frontal. Su intercambio sistemático para la cooperación cultural resultó ser el factor diferencial y decisivo con el que los Sapiens multiplicaron su capacidad adaptativa. Esta ya no tenía que ver tanto con la mejora de un rasgo individual, como el crecimiento cerebral, sino con su capacidad para procesar y manejar información de forma colectiva y, en base a ella, constituir estructuras grupales cada vez más complejas.
Ello supuso un cambio que alteró el proceso de selección natural que compartimos con otras especies: las prácticas culturales comenzaron a influir en la propia selección natural, alterando nuestra alimentación, nuestro apareamiento y procreación, perfilando nuestra fisionomía, así como nuestra psicología y moldeando en general nuestro comportamiento social. El hecho de que los vínculos establecidos entre Homo sapiens permitiera a sus grupos cooperar de forma mucho más numerosa y efectiva que otros homínidos les facilitó enormemente prevalecer en la historia evolutiva de su género para acabar siendo la única especie Homo superviviente y poblar el planeta entero. Por eso autores como el filósofo E. Morin establecen ese paradigma según el cual el hombre es “un ser cultural por naturaleza porque es un ser natural por cultura”.
Concluyo recordando esta cita del genial Carl Sagan que sintetizaba la idea de este salto extrasomático de la información diciendo:
“Cuando nuestros genes no pudieron almacenar toda la información necesaria para sobrevivir, poco a poco inventamos el cerebro. Pero luego llegó el momento, tal vez hace diez mil años, en que necesitábamos saber más de lo que el cerebro podía contener convenientemente. Entonces aprendimos a almacenar enormes cantidades de información fuera de nuestros cuerpos. Somos la única especie en el planeta, hasta donde sabemos, que hemos inventado una memoria comunitaria que no se almacena ni en nuestros genes ni en nuestro cerebro. El almacén de esa memoria se llama biblioteca”.
Las revoluciones de la información, del lenguaje, de la escritura, de la imprenta o de las TIC son muestras de este asombroso progreso en el que la información nos ha definido como especie.
Este es uno de mis temas fetiche, así que te felicito porque lo has explicado muy bien y bastante conciso para lo enrevesado que es. ¡Enhorabuena por los 500!
Enhorabuena por los 500!! Muy merecido 👏