Durante el 99% de nuestra historia como especie, los Sapiens solo nos servimos de la comunicación oral y simbólica para mantener nuestra cooperación en grupos de cazadores-recolectores. Solo ella sostuvo nuestra supervivencia, aumentando paulatina e irregularmente nuestras poblaciones. Sin embargo, al llegar a este último punto porcentual de nuestra historia, la información que intercambiábamos en nuestras crecientes relaciones sociales se desbordó. La comunicación oral y nuestra memoria comenzaron a mostrar sus limitaciones, a enseñar sus costuras. No bastaban para retener nuestras relaciones, nuestras costumbres, nuestras promesas, nuestras historias. Mantenernos unidos en grupos más grandes requería de historias más consistentes, promesas que se cumplieran más, favores que se devolvieran con mayores garantías, relatos más fidedignos que nos comunicaran más fielmente con nuestras generaciones pasadas.
Así, durante milenios se fue delineando un largo y tenue hilo conductor desde los objetos marcados por las distintas especies de homínidos y las primeras representaciones en cuevas paleolíticas hasta la aparición de la escritura. Y esta supuso un cambio revulsivo. Nos desconectó de la inmediatez que funde a hablante y oyente1 y nos permitió con su durabilidad transportarnos a lo largo del tiempo y de la geografía. Nuestras promesas podrían volverse contratos, nuestros trueques facturas, nuestras costumbres leyes, nuestros relatos historias. Porque las palabras se las lleva el viento, pero la escritura permanece. O como decían los clásicos: Verba volant scripta manent.
La escritura emergió cuando los flujos de información se hicieron demasiado grandes y complejos para el habla, la memoria y los símbolos que la precedieron. Así, suele admitirse que la escritura acabó apareciendo de forma independiente en diversos puntos del planeta que habían colonizado los Sapiens. Esta es la teoría de la poligénesis de la escritura, es decir, el desarrollo independiente de distintos sistemas de escritura en distintas partes del globo. De forma que en distintos períodos aparecieron los principales sistemas de escritura de la antigüedad, aproximadamente a partir del cuarto milenio antes de Cristo o incluso antes2.
No obstante, los partidarios de la teoría monogenética pueden no haber dicho su última palabra. El surgimiento de la escritura no se considera una invención totalmente espontánea y abrupta, pues estos sistemas se fundamentaron en viejas tradiciones de sistemas simbólicos que, no siendo escritura stricto sensu, sí compartían muchas características con ella. Estos sistemas utilizaban símbolos ideográficos y mnemónicos que podían transmitir información, aunque estuvieran desprovistos de contenido lingüístico directo.
De hecho, la proliferación de símbolos muy similares en todo el arte paleolítico en distintas partes del mundo hacen a algunos autores, como Genevieve von Petzinger, plantearse la posibilidad de que existiera una suerte de código de comunicación universal. Apenas una treintena de símbolos repetidos y desperdigados por la geografía del planeta durante treinta milenios invitan a pensar que podría hallarse bajo ellos un sustrato común. La simbología podría haberse originado a partir de una estructura cerebral cognitiva universal, o como resultado del uso de distintas sustancias psicoactivas por parte de chamanes en similares estados alterados de conciencia.
La cuestión es que, a partir de aquellas primeras representaciones pictográficas del paleolítico, se habría ido produciendo una evolución en el procesamiento de la información por parte de los Sapiens desde lo concreto a lo abstracto: la fase inicial pictográfica con el curso del tiempo, y debido quizás al descuido de los protoescribas, acabó dando paso a una fase cada vez más esquemática y abstracta. Aunque la abstracción pudo muy bien aparecer en fases tempranas donde ya se localizan ideogramas, como en las tablillas de Uruk. Estas representaciones abstractas iban a resultar enormemente útiles para articular y hacer crecer una de las principales relaciones sociales que impulsaron la emergencia de la escritura y que los Sapiens mantenemos entre nosotros diferenciándonos de otras especies: las relaciones económicas.
Show me the money
El trabajo de Schmandt-Besserat es un referente en la genealogía de la escritura. Citado y matizado, sigue resultando revelador al mostrar cómo las raíces de su origen pueden remontarse mucho antes de los primeros sistemas de escritura conocidos, incluso hasta el IX milenio a.C., antes de la Revolución Neolítica.
Ya vimos cómo la aparición del dinero fue probablemente un fenómeno que emergió espontáneamente sin planificación previa como mecanismo para mejorar el intercambio de información acerca de las acciones altruistas que esperan reciprocidad. En ese sentido, con el paso del tiempo, los grupos de cazadores-recolectores que habían empleado como dinero distintos objetos “coleccionables”, como diminutas conchas perforadas, comenzaron a emplear pequeñas piezas geométricas de arcilla, agujereadas, para poder enfilarlas, como cuentas de collares para adornar el cuello, la muñeca o el tobillo de los primitivos. Los arqueólogos habían interpretado en general estos restos como adornos y símbolos relacionados con el prestigio y la distinción social, intercambiables en el trueque. Pero Schmandt-Besserat supo ver más allá.
Con su investigación trazó una línea temporal y ofreció unas convincentes equivalencias entre las diferentes figuras de arcilla, sus representaciones geométricas y las mercancías al uso que acabaron proliferando ya en época neolítica como los corderos, las cabras, los bueyes, el trigo, el aceite o el vino. Su hipótesis es que estas figuritas sencillas de arcilla trataban de establecer una correspondencia con las mercancías intercambiadas. Aquellas piedras codificaban con su forma geométrica la información asociada a las transacciones: su reconocimiento como “apunte contable” habría abierto el paso a la escritura.
A lo largo del VI milenio a.C., los hallazgos confirman que en grandes bolas de arcilla huecas conocidas como bullas (sello) se almacenaban aquellas piezas representativas de mercancías diversas. Las bullas eran después selladas y esculpidas en su exterior actuando a modo de “factura”, transportada entre los asentamientos humanos: la concordancia de las figuras de su interior, que representaban la mercancía intercambiada, con las grabaciones en la superficie de su esfera y la entrega efectiva de la misma mercancía acreditaba el intercambio que, rompiendo estas bolas, se sometía al escrutinio público. Este mecanismo aceleraba el comercio y lo extendía edificando vínculos confiables en la cooperación humana a larga distancia.
La grabación sobre la superficie de estas formas esféricas fue cobrando relevancia, abandonándose poco a poco el empleo de las figuras de arcilla en su interior, hasta que sólo quedaron aquellos grafismos. Poco a poco, aquellas bullas fueron abriéndose y aplanando hasta formar tablillas de arcilla algo curvas que los caldeos de Sumeria marcaban empleando punzones. Schmandt-Besserat pudo identificar la evolución desde los primeros ideogramas hasta los símbolos con forma de cuña en aquellas tablas de arcilla que se consideran, entrado ya el IV milenio a.C., el origen de la conocida escritura cuneiforme.
Este sistema de escritura floreció y se extendió como consecuencia de la revolución urbana que alumbró las primeras ciudades conocidas en la zona de Mesopotamia. Los excedentes acumulados tras la revolución neolítica permitieron incrementar la población y esta comenzó a concentrarse en ciertos asentamientos, aumentando la complejidad de las relaciones sociales y la capacidad para que surgieran innovaciones. En general, la probabilidad de que emerjan tipos ocurrentes e ideas buenas que otros acepten aumenta con la densidad de población. Así, el proceso de urbanización que reunió grupos humanos otrora dispersos estuvo en la matriz de la escritura.
Porque estos mismos excedentes acumulados tras la revolución neolítica permitieron liberar a algunos individuos de la actividad productiva directa, que comenzaron a especializarse en otras actividades relacionadas, como las técnicas (alfarería, metalurgia…) o las sociales (culto religioso, defensa militar, organización política…). Se produjo así un crecimiento de nuevas “profesiones” entre las que acabó apareciendo una para canalizar este aumento de la complejidad social: la del escriba. Su primera misión sería la de ponerse al servicio de esta complejidad social articulándola y garantizando la economía que la sostenía.
Por eso, los primeros juntaletras se entregaron al registro de las leyes que regulaban la convivencia, la historia que permitía cristalizar la legitimidad del poder, los relatos mitológicos y religiosos que amalgamaban sociedades, los primeros vestigios de conocimiento científico de la antigüedad3, etc. Sin embargo, fue en el terreno económico donde la escritura apareció probablemente antes y de manera decisiva. De hecho, el registro arqueológico disponible nos ha permitido hallar que los textos escritos más antiguos registraban, principalmente, asuntos como transacciones comerciales y ventas de tierras. Al fin y al cabo, las sociedades neolíticas asentadas en poblaciones se enfrentaban a nuevos retos que los grupos de cazadores-recolectores no habían tenido que gestionar para su supervivencia4. Así pues, cuando la complejidad del comercio y la administración en las ciudades de Mesopotamia superaron la capacidad de la memoria humana, la escritura emergió como un método más fiable para registrar y presentar la información de las transacciones de forma perdurable.
Esto fue determinante para la interconexión económica de las distintas ciudades de Mesopotamia, que rompían con ella su relativa autarquía: el transporte de mercancías diversas para el comercio requería de un adelanto de recursos. Rubricar el compromiso de que serían devueltos sólo fue posible cuando esta rúbrica pudo ponerse por escrito. Las civilizaciones con sistemas centralizados de redistribución de excedentes, como el mesopotámico o el egipcio, fueron las que comenzaron centralizando esta necesidad social y albergaron en sus templos esta incipiente actividad de custodia de depósitos, la primera banca, que estableció formas de préstamos con interés, regulados por escrito en códigos como el famoso de Hammurabi. La función social de la banca que después se desarrollaría en el Imperio babilonio o en el hitita sería solo posible gracias a la articulación escrita en las tablillas como registro de depósitos y préstamos.
Y, sin duda, la grabación de los metales preciosos con inscripciones fue otra de las grandes aportaciones de la escritura al desarrollo económico: Como vimos, la acuñación de la moneda emergió siglos después como una tecnología de la información útil para fluidificar las transacciones económicas al garantizar el peso del metal acuñado y, al calor de ese crecimiento económico, habilitar que la autoridad fiscal recaudara más impuestos y mejorase su legitimidad, proyectada en las monedas. Hasta nosotros han llegado aquellos vestigios escritos. Por ellos tenemos historia.
Despacio se llega más lejos
La escritura habilitó la capacidad para extender de forma más robusta las comunicaciones a distancia, ampliando el canal y el volumen de información intercambiable, aunque la velocidad de transmisión se ralentizase con respecto a la oralidad. Pero ya se sabe que si uno quiere llegar lejos, debe ir despacio: la escritura permitió la aparición de la historia como tal, la concatenación de las generaciones, la consolidación de tradiciones y mitos más amplios y arraigados, el crecimiento de nuevas legitimidades y un sinfín de nuevos mecanismos más sofisticados y complejos. Durante milenios no existió una revolución tecnológica de la información como la de la escritura que, sin enfocarse en esta velocidad de transmisión, lograra semejantes cotas de difusión geográfica y temporal, singularmente entre muy alejadas generaciones, gracias a esa durabilidad que ha alcanzado nuestros días. Tablillas, códices, pergaminos, libros y newsletters digitales. Todos irrigados por la deslumbrante fecundidad de la escritura.
Haciéndole gala, mucho más podría escribirse sobre la escritura, pero dejó aquí este aperitivo recordando, con las palabras de la genial Irene Vallejo, que la escritura emergió, en buena medida, como ese esfuerzo común en nuestra lucha contra el olvido:
“Poseer libros es un ejercicio de equilibrio sobre la cuerda floja. Un esfuerzo por unir los pedazos dispersos del universo hasta formar un conjunto dotado de sentido. Una arquitectura armoniosa frente al caos. Una escultura de arena. La guarida donde protegemos todo aquello que tememos olvidar. La memoria del mundo.
Un dique contra el tsunami del tiempo.[…]
La invención de los libros ha sido tal vez el mayor triunfo en nuestra tenaz lucha contra la destrucción. A los juncos, a la piel, a los harapos, a los árboles y a la luz hemos confiado la sabiduría que no estábamos dispuestos a perder. Con su ayuda, la humanidad ha vivido una fabulosa aceleración de la historia, el desarrollo y el progreso. La gramática compartida que nos han facilitado nuestros mitos y nuestros conocimientos multiplica nuestras posibilidades de cooperación, uniendo a lectores de distintas partes del mundo y de generaciones sucesivas a lo largo de los siglos. Como afirma Stefan Zweig en el memorable final de Mendel, el de los libros: «Los libros se escriben para unir, por encima del propio aliento, a los seres humanos, y así defendernos frente al inexorable reverso de toda existencia: la fugacidad y el olvido».”
En cada letra que hoy todavía ponemos por escrito, aunque sea digitalmente, late un eco de aquellos antiguos surcos en arcilla. Al escribir, renovamos ese pacto secreto con los dioses que nos permitió el don de transformar el pensamiento en símbolo y en permanencia. No sólo para dibujar lo que fuimos y funcionar mejor, sino también para permitirnos construir con las palabras lo que deseamos ser y proyectar con su escritura nuestro deseo de perdurar.
Como suele decirse en telecomunicaciones, escribir nos permitió desacoplar la comunicación orientada a conexión propia del habla: ya no resultaría necesario que nuestro interlocutor estuviera atendiéndonos en tiempo real. Eso nos conectó con Homero, Shakespeare y Kafka.
Tradicionalmente, a la decana escritura cuneiforme mesopotámica (~3.400 – 3.100 a.C.) se suman la iconografía de los jeroglíficos egipcios (~3.250 a.C.), la escritura del valle del Indo (~3.000 a.C.), la escritura china de tipo ideográfico (~1.600 a.C.), o los glifos mesoamericanos (~500 a.C.). No obstante, algunos descubrimientos están profundizando más en la historia y en la geografía reforzando la teoría poligenética: En América, algunos autores reconocen incluso como forma de escritura a los quipus de la cultura Caral que serían heredados después por los incas (~3.000 a.C.). También, se han encontrado en China muescas sobre caparazones de tortuga todavía más antiguas (~5.000 a.C.), como la escritura de Jiahu y la escritura de Banpo, que han reabierto el debate, aunque podrían tratarse solo de sistemas de protoescritura.
Otro día dedicaré una publicación a este tema fascinante de los asombrosos descubrimientos que, por ejemplo, los babilonios o los egipcios lograron dejarnos escritos mucho antes de lo que se suele considerar.
La escritura daba respuesta a múltiples necesidades nuevas como la de llevar la contabilidad de los alimentos producidos, la clasificación de plantas cultivadas, el intercambio de bienes con el primer comercio, el registro de eventos celestiales y del calendario, tan relevantes para el cultivo, el establecimiento de tratados tribales, la legislación para articular el orden social, la formulación de peticiones a los dioses, etc.
Estupendo artículo, Javier. Como comentan por aquí, es interesante encontrar la conexión con la cultura oral, porque —creo— fundamentalmente el ser humano es «contador» de historias: precisa de la imaginación y la narrativa para forjar el mundo, para (re)crear la realidad que lo circunda.
En ese sentido, la literatura oral fue clave en el desarrollo cultural (por supuesto, mucho antes de la aparición de la escritura como soporte de transmisión de información), por lo que no me parece sorprendente que hoy día, con la explosión de la cultura visual en la era de internet, veamos una especia de «resurgimiento» de esa capacidad para contar historias que late en el fondo de la especie.
Enhorabuena por la excelente divulgación. Un saludo.
Maravilloso. Sin embargo, ese elemento de transmisión de cultura estuvo reservado solamente para unas minorías. La inmensa mayoría de la humanidad permaneció en el analfabetismo y en la cultura oral.
Y aunque la imprenta lo cambiaría todo, la desaparición del analfabetismo en las sociedades modernas es una cuestión relativamente reciente. Aunque hoy el analfabetismo ya no va de juntar letras: la cultura oral y la visual emergen con fuerza de nuevo a través de TikTok, YouTube y otras redes sociales, ¿no te parece?