¿Puede encontrarse un sentido a la historia?
Una vieja y tentadora profesión de riesgo: filósofo de la historia
Comienza un nuevo año. Y aunque parecía que habíamos dejado de intentarlo, los seres humanos somos reincidentes y seguimos a la búsqueda de sentido. De la existencia, del universo, y de la historia. Arrancamos otra hoja del calendario, miramos atrás y contemplamos los acontecimientos personales y colectivos. Para tratar de ordenarlos en un relato coherente, innumerables respuestas de carácter mítico o religioso se han sucedido, mientras la filosofía intentaba poner algo de racionalidad en ellas, echando mano de la metafísica, de la teodicea, y de la filosofía de la historia. Pero a estas alturas de partido, y después del avance de las ciencias que parecen acorralar la especulación filosófica más gratuita, ¿cabe seguir buscándole un sentido a la historia, aunque sea fragmentario, parcial o tendencial?
Dicen los estudiosos del asunto que plantearse una suerte de ley histórica o en general de una filosofía de la historia es una contradictio in adjecto, es decir, una contradicción en sus términos, como la mitológica figura de un centauro: porque la historia se predica de lo contingente y concreto mientras que la ley, y aún más la filosofía, aspiran a un principio racional universal.
Hay quien, a pesar de todo, reivindica la viabilidad de este centauro. Porque ciertamente, las ciencias naturales pretenden encontrar una cierta racionalidad en el dominio al que se aplican. Pero para hacer empíricamente comprobables y matemáticamente coherentes sus teorías, se ven obligadas a restringir poderosamente sus dominios. Al hacerlo, les es hurtada la posibilidad de construir un relato global, al que sólo la historia podría aspirar. Esta era desde siempre la ambición genuina del historiador, elevar la mirada de las ciencias naturales. Pero la pretensión de alcanzar una racionalidad completa, que agotase la realidad, sólo se le antojaba al osado filósofo de la historia.
Sin embargo, esta aspiración ha sido fuertemente atacada, subrayando la singularidad de los hechos históricos imposibles de clasificar bajo conceptos generales. Efectivamente, la realidad de la historia, especialmente si se la extiende hasta el origen de la vida en la Tierra o incluso del Universo, es un fenómeno tan sumamente vasto, complejo y desconocido, que a cualquier explicación le resulta escurridiza, y se disuelve o vuelve vaga, sin capacidad explicativa. Pronto afloran las acusaciones de antropocentrismo, de determinismo histórico o incluso de una soterrada fe en la desacreditada noción de progreso.
Porque gracias al cherrypicking, a la laxitud en el rigor científico y al relato sesgado de los acontecimientos, se han construido multitud de historias triunfalistas, comprometidas con un optimismo insobornable, u otras catastrofistas que nos abocan a un colapso irremediable. La tentación de sentir que todo encaja nubla probablemente nuestro juicio, pues nuestra hambre de sentido encuentra un alivio en estas teorías. Pero con mucha frecuencia, estas construcciones tienden convenientemente a obviar las contradicciones que les incomodan, las evidencias científicas contra las que atentan y, aun más penosamente, los enormes destrozos y sufrimientos que ocultan, completando su pliego de cargos.
La tradición judeocristiana fue probablemente la que dio un impulso en nuestra cultura occidental a la construcción de un sentido para la historia. La Historia de la salvación judeocristiana imprimió una linealidad a la historia novedosa, que rompió con la circularidad con la que comprendían los griegos el tiempo. A partir de ella, se fue produciendo una secularización filosófica de sus categorías, que transformó la providencia en astucia de la razón, la escatología en teleología, la teodicea en justificación del mal.
Muchas de estas filosofías de la historia alimentaron la idea de que era posible identificar el patrón intrínseco a los sucesos históricos, con el fin de retardar una suerte inexorable o, más generalmente, acelerar un destino deseable y perfecto. Las propuestas pudieron ser razonablemente teóricas, pero su fuerza no se limitaría al plano puramente especulativo. El compromiso ilustrado con la perfectibilidad del hombre y de la sociedad a través de la historia acabó alumbrando terroríficos resultados. Confiada en el progreso inexorable de esta historia, la dialéctica histórica originada en Hegel justificó las carnicerías de Napoleón y fue propagada, a través de Marx, hacia el materialismo histórico más determinista y mortífero.
El positivismo más escéptico del XIX no impidió que estas filosofías de la historia intentasen maridar con los nuevos avances científicos. Especialmente con aquellos de mayor alcance cronológico como la teoría de la evolución, la geología o la paleontología, y muy pronto, revestidos del aura científica, empezaron a construirse nuevos intentos para interpretar un sentido a la historia. Por ejemplo, la teología de la historia y la paleontología evolutiva coagularon en la paradigmática teoría de Teilhard de Chardin: este teólogo jesuita y paleontólogo proclamó la existencia de una ley de complejidad-conciencia universal, impulsada por una energía “ascendente” que lograría a lo largo de la historia mayores niveles de complejidad y de conciencia, pasando por el surgimiento de la noosfera como culminación de la evolución, hasta el llamado punto Omega. Esta pretensión extendió sin rigor las leyes biológicas a la realidad inerte del universo y las mezcló con conceptos metafísicos y místicos. Estaba inspirada en el progresismo cientifista que impulsó muchas otras concepciones como la del positivismo de H. Spencer, e impactó en otros como Vernadsky y su visión biogeoquímica, o la evolución emergente de C. Lloyd Morgan.
De una forma u otra, estos juegos un tanto especulativos y teóricos no se quedaron en la torre de marfil académica, y volvieron a inspirar los discursos más incendiarios. Así las filosofías de la historia acabaron desembocando en las utopías totalitarias tan devastadoras del siglo XX, incluyendo aquellas que sobre el discurso marxista superpusieron el destino racial-identitario como en el caso nazi. Todas creyeron haber encontrado una explicación determinista sobre el curso de la historia hacia una perfecta sociedad y no podían más que ayudar a acelerarlo incluso aunque fuera a costa de los hombres. En ese sentido, es conocida la metáfora de la tortilla de I. Berlin1 que decía:
“Lograr que la humanidad sea justa, feliz, creadora y armónica para siempre, ¿qué precio podría ser demasiado alto con tal de conseguirlo? Con tal de hacer esa tortilla, no puede haber, seguro, ningún límite en el número de huevos a romper”
A la sombra de aquella resaca, de aquella dialéctica de la ingenuidad ilustrada, el estructuralismo de los últimos tiempos ha tenido como secuela este escepticismo antihistórico que ha cargado contra cualquier filosofía de la historia. Incluso entre los rescoldos neomarxistas de ese estructuralismo, se entiende con frecuencia que los hombres no son los sujetos de la historia, sino meras funciones de las estructuras que la determinan, y que estas no están conducidas hacia ningún fin superior ni necesariamente mejor.
Por tanto, cuando provocadoramente se pretende identificar alguna tendencia histórica, la prudencia debe abandonar las grandilocuentes referencias a un diseño o a cualquier ascenso necesario y universal, so pena de producir reconstrucciones sesgadas, presentistas, teleológicas e ideológicas de los acontecimientos históricos, por ejemplo incurriendo en eso que en historiografía se ha dado en llamar la interpretación whig de la historia.
En términos evolutivos, el increíble pero por lo que sabemos ciego mecanismo de la selección natural tampoco nos permite detectar una tendencia evolutiva fija que haya hecho de la aparición del Homo sapiens un suceso inevitable. Somos probablemente un producto del azar. Cualquier sentido histórico que hoy quisiera construirse debería reconocer con honestidad los innumerables retrocesos, contingencias, azares y vulnerabilidades que la azotan y en absoluto la coronan de perfección. A partir de ella, ningún futuro deseable puede cerrarse como ya escrito sin avizorar riesgos, problemas y dificultades.
Dicho esto, todavía podrían plantearse teorías de la historia que se distancien de los planteamientos más trascendentalistas, deterministas y absolutos, que pretendan modestamente alumbrar las cuestiones que humanamente nos seguimos planteando sobre el porvenir, el desarrollo de los acontecimientos que nos marcan y aquellos que provocamos. Las teorías plausibles deberían tratar de acoger con prudencia una hibridación entre la extrema disponibilidad de la historia, comprendida desde la Modernidad como quehacer ; y al mismo tiempo la inevitabilidad de la historia en el sentido más materialista, determinista y estructuralista: la historia ha de ser contemplada tanto como un producto de nuestras manos como consecuencia de una serie de fuerzas estructurales, en un equilibrio que trata de comprenderla como un espacio de experiencia y al mismo tiempo como un horizonte de expectativa, en palabras de Koselleck.
Para ello, sería impensable, sin embargo, no recurrir a la inestimable contribución de todas y cada una de estas ciencias, naturales y sociales. Solo así es posible seguir siendo fieles a la ambición que tantos pensadores han pretendido, al menos desde tiempos de Humboldt, de concebir alguna suerte de historia del mundo que pueda ser creíble. Así, existen corrientes historiográficas que han intentado retomar esta aproximación como los de la Big history, que de alguna forma trata de identificar tendencias evolutivas y encontrar cierta racionalidad en el decurso histórico.
Al fin y al cabo, las últimas décadas no han sido ajenas a intentos más moderados por volver a pensar racionalmente los acontecimientos históricos. Tras la caída del Muro de Berlín y el derrumbe del bloque soviético, surgieron autores como Fukuyama que revitalizaron la cuestión histórica pregonando, una vez más, el fin de la historia, esta vez desde un sentido mucho más matizado: el del triunfo del capitalismo liberal y democrático como forma de organización política y social sobre cualquier otra alternativa. A este intento no se han enfrentado solo sus críticos ahistoricistas, sino quienes han elaborado en su lugar teorías de la historia alternativas, que por ejemplo apuntan en nuestro presente a un conflicto o choque de civilizaciones como el que nos brindó Huntington, y que tanto resuena hoy en un mundo multipolar. La reciente invasión rusa de Ucrania, la internacional reaccionaria y nacionalista, los problemas energéticos y de suministros, la sostenibilidad ecológica, la rivalidad geopolítica sino-estadounidense, la inquietante revolución tecnoeconómica suscitada por la IA… todos estos fenómenos y muchos otros cuestionan la proclamación del fin de la historia y abren nuevas perspectivas a la interpretación de la historia contemporánea.
De una forma u otra, la reflexión sobre nuestra capacidad para describir de alguna manera prudente el comportamiento de la historia hasta nuestro presente sigue brotando, apelando a esta creencia tan arraigada que tenemos de vivir en un mundo que es un cosmos y no un caos, y que nos ha conducido de alguna forma hasta hoy. Otra cosa es que ciertamente, resulte presuntuoso abarcar un sentido como tal para toda la historia. Es difícil enmarcar la irracionalidad o el sinsentido de los sucesos históricos concretos y mostrarse carente de problematicidad. De hecho, incluso un historicista renombrado como Dilthey planteaba que, si la historia tiene un sentido, este no puede dársenos desde la experiencia fragmentaria que podemos abarcar, dada nuestra limitada conciencia y el carácter inacabado de esa historia.
Mientras tanto, sin embargo, parece factible que con esta prudencia podamos descubrir una historia que haya de poder emular de alguna forma a las ciencias naturales, aunque sea sin la exactitud de sus leyes de base matemática: infiriendo de la experiencia de casos particulares, y buscando rigor, coherencia y solidez semejantes, la historia ha de pensarse desde las generalizaciones inevitables, que prueban a seleccionar, clasificar, interrelacionar y a primar unos hechos particulares como más relevantes para dotar de sentido a una visión de conjunto. Ha de apelar a las fuerzas tectónicas, procesuales y complejas de larga duración, como se predica en la Escuela de los Annales. Es preciso así cuidarse de conceder excesiva importancia a los eventos singulares, que siempre estarán engarzados con multitud de corrientes que los enmarcan y los hacen catalizar.
A pesar de tantas precauciones, parece lícito pensar, pues, que existe una racionalidad de la historia entendiendo que sus leyes son de tendencia y admiten perfectamente excepciones, puesto que no rigen para objetos concretos sino para clases de objetos: en definitiva, admitiendo la causalidad, es inevitable admitir cierta regularidad aunque sea solo probabilística en la historia. Por ejemplo, la historia evolutiva nos muestra cómo la selección natural ha acabado desarrollando adaptaciones similares en ramas evolutivas muy disjuntas porque las distintas especies se enfrentaban a condiciones similares del entorno. Esta idea de evolución convergente que maneja la biología ofrece un ejemplo de tendencia estadística, tal y como sucede con el del crecimiento de la entropía en el mundo físico. La historia bien puede servirse de este tipo de tendencias para hacer inteligible su sentido, siempre en el seno de un decurso multicausal y relativista.
Parece pues razonable aproximarse a la historia tratando de encontrar, aunque sea fragmentariamente, un sentido no tanto como "significado" (que probablemente requeriría presuponer una intencionalidad) sino como "dirección" que orienta el curso de los acontecimientos. Así se ha intentado para todo el universo, a propósito del crecimiento de la entropía hacia la muerte térmica, como en el bello y sorprendente cuento de Asimov; se ha intentado también sobre la historia de la vida a propósito del crecimiento de la complejidad o la información biológica; o se ha intentado sobre la historia humana hablando del progreso moral, el material o cifrando en su capacidad de cooperación basada en la fabulación de ficciones la superioridad de los Sapiens. Con todas las críticas que puedan realizarse a estos intentos, la invitación a identificar las fuerzas subterráneas que dan sentido a la historia sigue siendo un aliciente para historiadores y filósofos de la historia.
Berlin, I. (1992). La persecución del ideal. En El fuste torcido de la humanidad, Barcelona: Península, p. 33
Muy interesante como la comparativa entre distintas ideologías desemboca en ciertas convergencias. Qué afán tenemos como especie en buscar un sentido. ¿Por qué esta búsqueda que parece nos viene de serie? ¿O es algo cultural de ciertas zonas? ¿Esa búsqueda de un sentido aparece con la conciencia?
Me refiero al sentido como "significado", no tanto como "dirección". Comentario fundamental del post, pues de cómo se entienda desprende de que aparezcan ideologías, religiones o ciencia.
Esta conclusión es vital: La tentación de sentir que todo encaja nubla probablemente nuestro juicio.