Un Estado mínimo en el siglo XXI
La plausibilidad de la minarquía en la globalización multipolar
Le debía esta publicación a mi suscriptor número 100, a quien ofrecí la posibilidad de elegir un tema a abordar en esta newsletter y aquí va, espero que os guste.
El retroceso democrático y la incertidumbre económica
La democracia retrocede a nivel global en los últimos años. Tras la caída del bloque soviético a finales de los 80 del siglo XX, las autocracias se fueron batiendo en retirada de forma sustancial, aunque fuera abrazando la pátina de legitimidad que les dan ciertos mecanismos electorales de participación. Pero el crecimiento de las democracias liberales que Fukuyama proclamó como vencedoras tras la guerra fría parece haber tocado techo y encontrarse en regresión. Los derechos democráticos de la ciudadanía a nivel global también parecen estar reduciéndose y la tendencia hacia la “autocratización” de los regímenes políticos en todo el mundo parece ir en aumento.
Parejo a este proceso, parece existir una desafección ciudadana creciente y manifiesta en muchos puntos del globo. La clase media global ha aumentado, pero fundamentalmente porque las capas de población en la pobreza se han reducido en Asia, particularmente en China, sin atisbo alguno de democracia, mientras que la precarización de la clase media de las democracias liberales y sus crecientes niveles de desigualdad han comenzado a cuestionar cada vez más el modelo. Así, la confianza en las democracias liberales ha seguido decayendo, algunas de las cuales se encuentran en niveles extraordinariamente bajos como la norteamericana, la británica, la española o la argentina:
Aunque las causas de estas tendencias son múltiples, la evolución de la economía se encuentra probablemente cerca de su epicentro. A pesar de que para algunos una nueva revolución tecnoeconómica se avecine, para muchos el optimismo económico parece seguir derrumbándose en todo el mundo. En EEUU las encuestas dicen que a la gente le preocupa tanto seguir disponiendo de una democracia funcional como de una economía fuerte.
En este estado de cosas, no es de extrañar que hayan surgido en los últimos años propuestas populistas que han prendido en una sociedad cada vez más polarizada.
Entre ellas han tenido su espacio quienes, en lugar de mirar con cierta envidia a las autocracias económicamente exitosas como la china, abogan por regresar al supuesto origen del éxito del capitalismo occidental: maximizar la libertad y reducir al máximo el Estado. Tal es la postura de los minarquistas, aquellos que sin llegar a caer en el extremo anarcocapitalista que aboga por la derogación completa del Estado, defienden la reducción de este a un Estado mínimo y proponen, como ha sucedido con el excéntrico Javier Milei en Argentina, el recorte máximo posible de las competencias (y por tanto gastos) del Estado.
Para legitimar su tesis, los minarquistas recurren entre otros argumentos al de que la administración pública ha crecido hasta un límite insostenible, invadiendo toda suerte de libertades individuales, interviniendo ineficientemente en la economía y en la vida pública de los ciudadanos, y lastrando el crecimiento económico con su burocracia y su sistema clientelar de ciudadanos subvencionados e infantilizados. El Estado se habría vuelto un ente improductivo elefantiásico y su gasto se habría vuelto insostenible para las menguantes fuerzas productivas. No entraremos ahora en si es cierta esta tesis. Pero ¿es posible hoy regresar a ese presunto Estado mínimo en la globalización multipolar de este comienzo de siglo XXI que proponen?
La emergencia del Estado y el crecimiento de la complejidad
Aunque para muchos teóricos - especialmente los más eurocéntricos - el Estado moderno como tal surge con la derogación progresiva del feudalismo, quiero remontar mi breve reflexión más allá, hasta la aparición como tal de las primeras organizaciones centralizadas y jerárquicas de la res pública.
Ciertamente, hoy no pueden admitirse las narrativas más ortodoxas que describen un simple desarrollo lineal y evolutivo de la historia desde el primitivismo distribuido de las tribus de cazadores-recolectores hasta la emergencia de las grandes civilizaciones. Ya que los grupos humanos han encontrado distintos óptimos en la diversidad a lo largo de la historia, en muchos períodos los humanos han alternado su pertenencia a entidades políticas grandes y complejas pero distribuidas con otros en los que se sometían a organizaciones estatales más verticalizadas y centralizadas. De hecho, es posible hoy construir una historia de la humanidad que muestre cómo la concentración de personas en asentamientos urbanos asociados a la sedentarización del Neolítico no condujo mecánicamente a la pérdida de libertades sociales o al surgimiento de élites gobernantes. Aquí nos hacía una estupenda reseña
.Sin embargo, parece inevitable reconocer que existe cierta tendencia al crecimiento de la complejidad en las sociedades humanas tras la Revolución del Neolítico. La riqueza de los valles fértiles en las cuencas fluviales con climas templados fue determinante para la aparición de los primeros asentamientos estables que darían lugar a las primeras civilizaciones y como tal a los primeros Estados. Esta es la hipótesis ya clásica de las llamadas civilizaciones fluviales o imperios hidráulicos según el término clásico de K. Wittfogel: sociedades en las que la necesidad del control del agua como técnica para mejorar la productividad agrícola demandaba acciones de tipo colectivo, que estimularon con ellas la aparición de una organización burocrática, jerárquica y centralizada.
El crecimiento de los excedentes que trajo la Revolución del Neolítico aumentó la expansión demográfica, e incentivó la perduración en el tiempo de los cargos sociales que las tribus de cazadores-recolectores habían comenzado a identificar. Aunque en las sociedades nómadas de cazadores-recolectores pudo existir cierta diferenciación social (habilidades en la caza, roles particulares de jerarquía dentro de las bandas por experiencia, habilidades, conocimiento o fuerza,…), estas sociedades parece que eran básicamente igualitarias. En el momento en el que se produjo la sedentarización neolítica más desigualdades aparecieron en el seno de las sociedades agrarias, con el sometimiento de ciertas partes del cuerpo social a otras. Para habilitar la posibilidad de desarrollar ciertas acciones colectivas de una magnitud relevante, se hizo necesario establecer mecanismos de coacción social e incluso violencia jerárquica. La disponibilidad de excedentes permitió a su vez que algunos miembros de la sociedad comenzasen a dedicarse a tareas no directamente productivas, como los soldados, que protegen los recursos sociales; los sacerdotes, que mantienen el imaginario colectivo que cohesiona las sociedades; o los escribas, que articulan mediante la emergente escritura los flujos de información que legitiman y orquestan estas sociedades más complejas.
De este modo, agricultura, agua y escritura se encontrarían emparentadas en el desarrollo de las principales civilizaciones de la antigüedad: El valle de Mesopotamia regado por el Éufrates y del Tigris y su escritura cuneiforme; la civilización egipcia desarrollada en torno al Nilo y sus jeroglíficos; la civilización y la escritura del valle del río Indo; la civilización china entre los ríos Yantzé y Huang He o río Amarillo; e incluso las civilizaciones de Caral, en el actual Perú, y las mesoamericanas (olmecas, zapoteca, Izapa…) con sus petroglifos como forma de protoescritura, que aunque no cuentan con ríos navegables equiparables a los anteriores, los corredores biológico-culturales bañados por templados páramos y ríos explican su desarrollo.
Superado este umbral en el crecimiento de la complejidad, por tanto, el desarrollo de las arquitecturas sociales a lo largo de la historia aquilató un nivel que fueron sosteniendo y tendencialmente elevando, aunque se hayan conocido episodios en los que esta complejidad ha retrocedido de forma coyuntural (en términos históricos, esto puede haber llevado algún que otro siglo, como en la Edad oscura griega, o tras la caída del Imperio Romano de occidente). Pero el emprendimiento de tareas colectivas como la irrigación a esa gran escala habría sido inviable sin la existencia de una organización razonablemente centralizada y respaldada por algún tipo de legitimidad social. Sin la navegación del Nilo y el intercambio de productos e información socialmente orquestados, una sociedad como la del antiguo Egipto, con el desarrollo de su cultura, sus escribas, su casta sacerdotal y su acatamiento y veneración de una autoridad desconocida como la del faraón sobre tan vasto territorio habrían sido imposibles.
Siglos después, la expansión de los flujos de información con la imprenta remató el desmantelamiento de los mecanismos feudales para la emergencia del Estado moderno. Nuevos marcos de legitimación aparecieron tras la ruptura religiosa en Europa, y el Estado moderno se abrió paso orquestando el crecimiento de la complejidad social que se vio acelerado, aumentando las tasas de innovación hasta alumbrar el salto cualitativo que supuso la Revolución Industrial.
El crecimiento demográfico que supuso permitió aumentar a su vez la especialización social y diversificarla. La transición en los sectores productivos ha ido desplazando cada vez más mano de obra desde el sector primario vinculado a la agricultura y la ganadería hacia los sectores industriales y de servicios. Incluso algunos hablan de la emergencia de un específico sector cuaternario dedicado a la información. La cuestión es que esta liberación de las servidumbres productivas de supervivencia mediante las sucesivas revoluciones tecnoeconómicas dispararon la demografía y la riqueza, abriendo la posibilidad para la construcción de múltiples roles y organizaciones sociales. De hecho, para algunos, la emergencia de la Sociedad de la Información y las TIC proceden precisamente de la Revolución del control que fue exigida por los nuevos artilugios y procesos que la Revolución Industrial había traído consigo.
En estas circunstancias, mantener la cohesión social y permitir orquestar nuevas acciones colectivas que nos han permitido conquistar los últimos reductos del planeta, conectar los continentes, liberar y aprovechar la energía atómica y alcanzar la luna han ido requiriendo, por ello, de organizaciones estatales cada vez más capaces.
Plausibilidad de la minarquía
Algunos plantean que la emergencia de estructuras sociales complejas, como la aparición del dinero o las sociedades anónimas de inversores originadas ya en el siglo XVII, no requieren de un Estado centralizado. Pero al igual que algunos logros tecnocientíficos como Internet (ARPANET) o las vacunas de ARN mensajero (COVID) no habrían prosperado sin la inversión pública no orientada al retorno económico más inmediato propio de las empresas privadas, ciertas acciones colectivas hoy serían inviables de no contar con infraestructuras y organizaciones públicas de suficiente envergadura que las articulasen. Además de que, en general, las grandes corporaciones privadas que compiten entre sí funcionan, precisamente, con una estructura interna que recuerda bastante a la de una jerarquía estatal.
Ciertamente, no puede perderse de vista que un gobierno que no se exceda en sus competencias fomenta la libertad individual, la eficiencia económica y la responsabilidad personal. Pero es difícil ver cómo podrían mantenerse ciertos mecanismos de redistribución de la riqueza o de inversión de largo plazo con un gobierno como el que proponen los minarquistas, limitado a funciones básicas de defensa, justicia y protección de ciertos derechos, a estas alturas de la historia. Por más que pudieran con ella reducir la posibilidad de que se prodiguen abusos de poder y corrupciones y se mejore la eficiencia en ciertos ámbitos, tampoco queda claro en qué se diferencia la agilidad en la toma de decisiones que bendicen los minarquistas con su Estado mínimo con la que produciría una autocracia dictatorial, cercenando todo pluralismo democrático que, además de respetar derechos básicos de nuestra dignidad, favorece la legitimidad, la cohesión social y la aparición de innovación y buenas ideas.
Una minarquía real en el siglo XXI se enfrentaría además a desafíos globales que la superarían fácilmente, desbordándola, en un mundo tan interconectado y globalizado, cuyas regulaciones y acuerdos internacionales proyectan un nuevo nivel emergente de complejidad. En una tendencia a la aparición frágil de organizaciones políticas supranacionales (como la UE, que apenas tiene medio siglo), la propuesta minarquista parece invitarnos de forma reaccionaria a abandonar las empresas colectivas que tenemos por delante para hacer frente al cambio climático, el terrorismo internacional, las pandemias, la regulación del comportamiento de las gigantes empresas multinacionales (Energía, TIC, farmacéuticas,…), o la diplomacia geopolítica. En un mundo, además, altamente polarizado y con sociedades democráticas en cierto riesgo, esta propuesta política podría hacer socialmente insostenible el previsible crecimiento de la desigualdad que conllevaría la supresión de todo mecanismo de redistribución de la riqueza.
Como en otras ocasiones, los minarquistas traen una propuesta que puede resultar llamativa y aparentemente novedosa, como sucede con otras del populismo adánico que hemos visto en distintas regiones del espectro político. Y ciertamente, resulta refrescante reabrir ciertos debates y poner el foco en ciertas degeneraciones de nuestros sistemas que ellos hacen bien en criticar. Pero una cosa es experimentar con gaseosa y otra lanzarnos en los brazos de experimentos sociales que en pleno siglo XXI tienen dudosas probabilidades de éxito. El tiempo dirá si se amortiguan al pisar moqueta, o si producen resultados exitosos sin desestabilizarse, lo que hoy por hoy genera mucha incertidumbre.
Gran reflexión.
La pena es que no son experimentos con gaseosa. Son ciudadados los que lo están sufriendo. Por ejemplo los argentinos.