Decía Spinoza que nada es más útil a un hombre que otro hombre. Y es cierto que, en nuestra condición de especie social, la cooperación humana ha sido fundamental para nuestra supervivencia y, en general, para la obtención de valor. Evidentemente, la competencia reina en la naturaleza, y la feroz selección natural deja en la cuneta a quienes son menos capaces de adaptarse a las circunstancias. Los individuos en la sabana, las civilizaciones en la historia, o las empresas en el mercado bien lo saben. Pero una de las mejores formas de que los genes puedan sobrevivir es hacer que los individuos semejantes que los comparten cooperen entre sí. Pero, para eso, hay que ponerse de acuerdo, doblegando de alguna forma la voluntad de unos y otros, siendo persuasivo y creíble.
El pavo de Darwin
El marketing se inventó mucho antes de lo que solemos pensar. Desde luego mucho antes de que se acuñara el término a comienzos del siglo XX. Y es algo que al propio Darwin le costó entender porque friccionaba con su idea de la selección natural. De hecho, el padre de la teoría de la evolución odiaba el particular caso de la cola del pavo real, porque no encajaba con su idea de la selección natural. Los colores tan brillantes eran un reclamo evidente para los depredadores y el tamaño desbocado de sus plumas impedía una huida fácil. ¿Cómo podía la evolución haber fijado estos rasgos?
Finalmente, tuvo que admitir que su teoría de la evolución se sustentaba en el pilar fundamental de la selección natural y en otro mecanismo, el de la selección sexual, que en determinadas circunstancias podía tener un peso enorme. Los pavos que no gozan de los mejores genes ni por tanto de los mejores rasgos adaptativos para poder hacer vigorosos revoloteos, enfrentarse a amenazas y mostrarse inteligentes a la hora de encontrar alimento o cobijo, podían sin embargo brindar una oportunidad a sus genes para reproducirse si lograban atraer la atención de las hembras y reproducirse. Los genes que codificaban unas bonitas colas podían ser una buena estrategia. El marketing lleva millones de años inventado.
Los seres humanos hemos sido especialmente capaces de aprovechar esta capacidad de persuasión. Y lo hicimos economizando pronto los esfuerzos. Así lo plantea Dunbar, con su hipótesis del chismorreo para explicar el origen del lenguaje, planteando que podría haber evolucionado para facilitar la interacción social en grupos humanos, reemplazando a otros mecanismos como el acicalado entre primates. Resulta mucho más costoso en tiempo y en energía despiojar de forma altruista a mi semejante para trabar con él una alianza que pueda venirme bien en el futuro, que emplear mi lengua para proferir unos sonidos que convenzan a muchos más de los míos de la idoneidad o la verdad de mis ideas y deseos. Nuestro oído, de hecho, se especializó para escucharnos entre nosotros, porque eso nos resulta mucho más útil que escuchar directamente al depredador que nos acecha o a la presa sobre la que podríamos abalanzarnos.
Desde la revolución del lenguaje, los flujos de información entre los humanos han ido acelerando su crecimiento. Eso ha hecho que el aprovechamiento de los canales de comunicación de información y en particular la capacidad de persuasión se hayan vuelto cada vez más relevantes. Desde nuestro origen cazador-recolector, resultamos comparativamente ventajosos cuando fuimos capaces de persuadirnos unos a otros y orquestar, mucho mejor que otros homínidos, operaciones de envergadura como la caza de grandes mamíferos. El extinto mamut puede dar fe de ello. La escritura, a su vez, permitió aumentar la complejidad social y que se forjaran correlativamente las primeras civilizaciones y Estados, capaces de emprender y soportar mayores obras públicas como la irrigación colectiva o ciertos sistemas de redistribución de la riqueza que beneficiaba a todos (aunque siempre a unos pocos mucho más que a otros muchos).
El poder de esta persuasión pronto fue codiciado por los individuos, y la estratificación social emergió acaparando el privilegio de la palabra y, sobre todo, de la escritura. Que durante importantes períodos las sociedades humanas no fueran una constante guerra civil que pusiera en peligro la supervivencia se debió, de nuevo, a la capacidad para persuadirnos mutuamente. Desincentivar los intentos por disputar el poder resultaba mucho más económico que enfrentarlos constantemente a la fuerza. Por eso, el discurso fue sofisticándose, emanando como Derecho y poniéndose por escrito como ley, frente a la cual se medía su legitimidad, es decir, el reconocimiento social implícito de atenerse a lo escrito y no violentarlo. No es casualidad que la persuasión retórica sea el corazón del oficio de los abogados.
Por eso, cualquier reflexión seria sobre la comunicación comprende este origen persuasivo natural, y el carácter crítico de los flujos de información en el equilibrio de la arquitectura social. El branding proyecta diferencia y valor, tratando primero de captar la atención y luego de resultar sutilmente persuasivo, creíble, hasta un punto crucial para la supervivencia. Si lo logra, entregamos la voluntad, ya sea con la adquisición de un producto, con el voto, o con el reconocimiento de su legitimidad. De forma que, si bien es importante la esencia, lo que realmente somos y hacemos porque el cartón-piedra no es capaz de disimularlo todo, la apariencia puede ser decisiva. Y todos la proyectamos, desde la creación de un perfil en una red social hasta la comunicación pública en la arena mediática de los agentes políticos o del mercado.
La erosión de la credibilidad
Múltiples medios de comunicación a lo largo de la historia han servido para captar nuestra atención y persuadirnos. A través de la educación, el adoctrinamiento, o la propaganda. Pero al final los hechos importan. En el largo plazo, la realidad es tozuda. Y si la supervivencia se resiente, los bienes materiales escasean u otro grupo social compite con ciertas ventajas que desplazan al grupo, el andamiaje ideológico que lo sostiene tiembla y puede llegar a derrumbarse. Por eso, para cualquier organización social es fundamental la credibilidad del discurso que trata de legitimarla, y esta está relacionada no sólo con la realidad material sino también con la capacidad de persuasión ideológica que retenga.
Si me permitís la brocha gorda, podríamos distinguir la información que un grupo humano gestiona entre:
Información útil que es la que puede aprovecharse, tanto materialmente (i.e. conocimiento científico-técnico) como ideológicamente, para estimular la cohesión social efectiva con independencia de su veracidad (i.e. relatos religiosos, nacionalistas,…). Esta es la información que permite mantener el orden.
Información basura, normalmente información falsa directamente inútil o contraproducente para esa cohesión. Esta información es la relacionada con la entropía o medida del desorden.
Evidentemente, las fronteras entre ambos conceptos son difusas. La información útil ideológica puede perder utilidad si la información útil científico-tecnológica mina en exceso su verosimilitud. Esto es lo que probablemente ha sucedido a lo largo del último par de siglos en Occidente, con el avance científico-técnico a la par que la progresiva secularización y la “resaca” postmoderna del fin de las ideologías que ha parido la sociedad actual más plural y relativista pero menos cohesionada ideológicamente. Ahora lo comentaremos.
Del mismo modo, la información basura alberga insospechadas ocurrencias e ideas que potencialmente podrían alimentar innovaciones útiles, tanto para el plano científico-tecnológico como para el ideológico, pues en la disidencia sobre el orden establecido se encuentra el germen del futuro, capaz de sugerir nuevos elementos para el imaginario colectivo.
Pues bien, la credibilidad del sistema a lo largo del tiempo estaría relacionada de alguna forma con la proporción entre información útil, que permite mantener su orden, y el total de información, que incluye la información basura entrópica. Esta credibilidad se mantiene razonablemente en el tiempo, pero si una innovación disruptiva (propiciada precisamente por la información útil) abarata la producción de información y permite que su caudal aumente, se alteran los flujos provocando un período turbulento hasta la transición hacia un nuevo equilibrio. Eso mina la capacidad de persuasión, la credibilidad, del sistema. Aunque el nuevo caudal de información ampliado traerá potencialmente más información útil a la larga, traerá desde luego más infobasura. De hecho, será esta la que más rápidamente crezca al comienzo, puesto que destilar la útil requiere filtrado y selección. Con lo que, incluso manteniendo un nivel de información útil suficientemente alto, si la infobasura crece, la credibilidad se debilita.
La aparición de la escritura, emparentada con el asentamiento Neolítico, desplazó a las sociedades nómadas que con el tiempo acabaron volviéndose residuales. La virtud de la ley y la legitimidad escritas permitieron orquestar sociedades más robustas y capaces. Pero junto a sus fervorosos defensores también permaneció una cierta reacción neófoba que añoraba la oralidad, mucho más democrática, frente al elitismo escriba. Cabe recordar cómo Platón, por boca de Sócrates, parecía denostar la escritura, aunque paradójicamente podemos saberlo porque lo dejó por escrito. La escritura impedía el diálogo vivo, hacía escurridiza la correcta interpretación, y podía considerarse como un peldaño por debajo de la oralidad directa entre maestro y discípulo.
La imprenta, a su vez, se encuentra en el corazón de la transición entre el mundo tardomedieval y la Edad Moderna. Si bien sirvió al comienzo para la producción masiva de indulgencias que enriquecían a Roma, pronto se convirtió en un potente motor para la fabricación de pasquines reivindicativos de los protestantes, instrumento para articular la disidencia en mil rincones de Europa, y un arma poderosa para la alfabetización (imprimiendo Biblias a destajo) y de difusión de novedades (i.e. descubrimientos geográficos) en el mercado europeo de las ideas. En la transición, las guerras de religión empañaron de sangre Europa en un choque de legitimidades durante más de un siglo, catalizadas por la imprenta. Pero nuevos equilibrios de credibilidad se alcanzaron alumbrando la Modernidad que aumentó el aprovechamiento de la nueva información útil. Sin la imprenta, no habría surgido en Europa la Revolución Científica ni a la larga la Industrial. Apareció en Inglaterra, pero muy pronto se expandió en suelo europeo porque la competencia invitaba a emular las estrategias exitosas. La credibilidad del aparato social estaba en juego.
Las réplicas del terremoto de la imprenta acabaron prendiendo también en la información útil ideológica, cuando propagaron las ideas ilustradas. La emergencia del cuarto poder, tal y como lo denominara Burke pocos años antes, contribuyó a que esas ideas persuadieran a la masa para hacer estallar en Francia las legitimidades absolutistas con la Revolución de 1789. La Edad Contemporánea se abría camino.
Apelar persuasivamente a la factibilidad del progreso combinó tecnología y emprendimiento, y la Revolución Industrial nos ha traído enormes ventajas en el último par de siglos. Pero las ideas ilustradas también fueron minando los cimientos de legitimación (fuertemente religiosos) que habían sostenido las sociedades anteriores. En su lugar, nuevas formas de persuasión de tipo nacionalista e ideológico florecieron a lo largo del siglo XIX y se prodigaron, de nuevo, aprovechando las innovaciones técnicas que catapultaron la propaganda. El ascenso de Hitler y su idilio con la radio y los discursos televisados ante masas son un ejemplo paradigmático. De nuevo, en los convulsos tiempos de entreguerras y en los grandes conflictos del siglo XX, la primera víctima fue, como siempre, la información veraz. La propaganda totalitaria y la falsificación hicieron que ningún panfleto resultara ya fiable, aunque sí seductor.
Algunas innovaciones trataron de revitalizar la credibilidad informativa. Por ejemplo, la fotografía que nació como instrumento artístico pronto se volvió un arma potente para tratar de superar la pérdida de credibilidad del medio escrito. Con la aparición de la televisión, los medios de comunicación de masas transformaron las formas de persuasión. Bien lo supo Kennedy para alcanzar la Casa Blanca, tal y como lo sabría Obama y las redes sociales medio siglo después. Para comunicar de forma creíble y persuasiva ya no bastaban las palabras de un presentador en televisión, los corresponsales debían acudir in situ, entrevistando y retransmitiendo en tiempo real, fraguando lo que se conocería como el efecto CNN.
La competencia intergubernamental y el desarrollo tecnocientífico de la posguerra permitieron desarrollar las tecnologías que alumbrarían la más reciente de las revoluciones de la información, la de las TIC, que ha conocido diversos episodios disruptivos que vuelven a tensar el equilibrio de la credibilidad social. El Photoshop empezó rudimentariamente a mostrarnos cómo las imágenes podían dejar de resultar verosímiles, y los más recientes desarrollos en deepfakes han minado al máximo incluso la credibilidad de los vídeos. Lo que Sora de OpenAI está logrando hacer apunta a que ni siquiera podremos creer a nuestros ojos, como propusiera Groucho Marx. El desbocado crecimiento de la información de nuestros días está tensionando con su capacidad de desinformación la legitimidad democrática, especialmente en un año como este.
Este crecimiento ha acentuado la limitación de nuestra capacidad para procesar tanta información, aumentando por su escasez el coste de nuestra atención y volviéndola muy lucrativa. Toda una nueva economía de la atención ha emergido, y a ella se han entregado los gigantes tecnológicos con su optimización algorítmica. Captan nuestra atención, como se captan fondos. Pero a una velocidad que no puede permitirse apenas ya la reflexión. La persuasión, que siempre ha sido fuertemente emocional, se ha optimizado para atacarnos en lo más íntimo. Prestamos atención - la pagamos, que dicen los ingleses -, pero en lugar de obtener información útil, en esta nueva época de transición, ante todo recibimos infobasura, que polariza nuestras opiniones y nos entretiene, proporcionándonos dopamina. Si evolucionamos buscando azúcar porque era escasa y cuando abaratamos su producción surgieron problemas de obesidad, también evolucionamos buscando información - útil - y su sobreabundancia ha acabado generando problemas de infobesidad, de infoxicación o de sobrecarga informativa. El incalculable valor de nuestra atención, superpoder de nuestra especie como dice J. Hari, está en juego.
Cabe esperar que, atravesando este nuevo período transitorio, la explosión de información traiga a la larga nueva información útil beneficiosa que pueda reequilibrar el sistema, con nuevas formas ideológicas de cooperación y cohesión social1 y especialmente novedades tecnológicas2, en una nueva revolución tecnoeconómica. Veremos si, mientras tanto, el tensionado equilibrio social no se rompe.
Ahí tenemos la pugna actual entre quienes abogan por regresar a la exaltación nacionalista y conservadora o la apuesta por un difuso cosmopolitismo multicultural. Es posible que la implacable erosión de la credibilidad como internautas atomizados estimule por otra parte un regreso a cierta intermediación fiable previa a la era de Internet.
Un ejemplo lo tenemos ya con la revolución de la IA actual, que emergió precisamente gracias no sólo al desarrollo tecnológico sino a la acumulación de datos en Internet, que permitió el surgimiento del Deep Learning. La infobasura de fotos de gatitos permitió entrenar a las primeras redes neuronales profundas.
¡Excelente texto!
Es posible que la mente humana no haya evolucionado para encontrar la verdad, sino para defender aquellas creencias que sostienen unido al grupo y cuya creencia es necesaria para pertenecer a él. Ello significaría que puede haber creencias "falsas" de todo tipo -desde la Nación hasta Dios, pasando por la tierra-plana- cuya función es socialmente "útil" y cohesionadora. Lo que viviríamos hoy sería una fragmentación de esas creencias por la sobreabundancia de información y el colapso de la credibilidad y la confianza en las instituciones -prensa, ciencia, escuela, universidad- que solían dominar el ecosistema informacional moderno y que tenían el monopolio para establecer qué es lo real en los Estados. Todo eso, como bien señalas, ya colapsó.
Escribí un texto en una línea similar hace no mucho, ojalá te interese: https://danilotapia.substack.com/p/todos-somos-conspiranoicos
Fantástico artículo. Queda por ver cuál será ese proceso de "reinformación" que nos devuelva a cierta estabilidad: ¿Será violento o gradual?