El incómodo equilibrismo sobre el fiel
Buscando la aguja de la verdad en el pajar de la moderación
“Quid is veritas?” - ¿Y qué es la verdad? - se preguntaba Poncio Pilato mientras interrogaba al nazareno después de haberlo mandado azotar. Cuando nuestra búsqueda de lo que es verdad desfallece, impera la ley del más fuerte, y los más débiles e inocentes sufren y caen. Buscar la verdad no es una simple aspiración por saciar nuestra curiosidad. Constituye también un ejercicio crucial para buscar la justicia. Sócrates así la emprendió contra los sofistas. Y más de veinte siglos después decía Horkheimer que la supuestamente inútil y contemplativa filosofía sirve, en realidad, para que no nos timen. No todo vale, no todo es igual de relativo, incluso en estos tiempos postmodernos.
Pero, ¿dónde hallar esa verdad? Desde luego, no parece que se encuentre en un valle plácido y quieto, sino en un pico intrincado e inexpugnable. La verdad es poliédrica, tiene aristas y caras. Nunca es un remanso en el que reposar. No parece que todo sea relativo, pero a estas alturas de la historia debemos admitir que precisar lo que es cierto de forma absoluta es imposible. Aunque, como dijera Chesterton, todos vivamos aceptando dogmas, lo admitamos o no, descubrirlos y reconocerlos no es tarea fácil. Sin embargo, no basta ese desdén cínico que arroja la toalla por la verdad desde el escepticismo y su suspensión del juicio. Hace décadas que la misma ciencia renunció a conocer la verdad y se contentó con la modestia de formular teorías empírica y matemáticamente verosímiles. Y su progreso ha sido innegable.
Por eso, cierto relativismo posibilista ha ido inyectándose en la reflexión racional y democrática que ha permitido socavar dogmas, cuestionar opresiones, pulverizar injustos status quo y convivir en el seno de la pluralidad. Para que esto haya sido posible hemos tenido unas cuantas guerras religiosas e ideológicas, pero también hemos ido admitiendo que sobre la verdad sólo tenemos perspectivas1. Aunque pueda parecer lo contrario, en ocasiones, relativizar las perspectivas un poco es abrir paso a la verdad.
Quizá porque en el fondo parece que no estamos hechos para conocer la verdad. Hallarla resulta con mucha frecuencia adaptativamente ventajoso, pero el coste de precisarla con certeza en tantas otras ocasiones no merece la pena. Nuestro cerebro es un tejido caro, que consume mucha energía, y optimiza sus procesos buscando patrones y luego interpolando y rellenando lo que no percibe. No está hecho para conocer la verdad sino para sobrevivir, lo que lo llena de sesgos y errores. Pero si colectivamente los usamos bien, nuestros genes se reproducen.
Este coste es, sin embargo, un precio razonable a pagar por la eficacia y la eficiencia del cerebro para la supervivencia. Por eso, debemos admitir, la ideología es necesaria, imprescindible para sobrevivir, porque simplifica la realidad para hacérnosla inteligible. Reduce la complejidad de nuestra respuesta con heurísticos y atajos que suelen resultar razonablemente exitosos en la adaptación para un contexto cultural dado. La ideología nos amalgama en la tribu, nos hace compartir una serie de valores que nos permite mantenernos abrigados de la intemperie.
Sin embargo, toda ideología tiende por su naturaleza esencialmente simplificadora a edulcorar, reducir u ocultar sus propios defectos o derivas indeseables, revistiéndose de una apariencia singularmente atractiva, que impide conocer la verdad. Determinarla exige energía, esfuerzo, romper el velo2. Quien crea estar libre de ideología solo está al comienzo del camino.
La verdad siempre parece esconderse entre visiones contrapuestas y aparentemente contradictorias, sesgos y engaños, ilusiones y simulacros, enmarañada en tensiones y discursos que es preciso contrastar y cuestionar. Un ejercicio de equilibrio permanente sobre el fiel de una balanza que, manteniendo su compromiso, suele hallarse como una aguja escondida en el pajar de la moderación.
El difícil equilibrio en la moderación
La locución in medio stat virtus de los latinos acuñó la vieja idea griega de que la virtud se identifica con el justo medio. Aristóteles es probablemente el pensador más emblemático en la defensa del mesótes3, de ese justo medio equilibrado entre los extremos viciosos. Lo que es bueno, lo que es verdadero, suele hallarse en ese término medio.
Pero este equilibrio no es sencillo. Necesita constatar y abrirse a los extremos para poder situarse, desarrollando esta sagacidad de forma práctica4. Y además, esta búsqueda es siempre dinámica e inquieta, como el que persigue el agua de aquel río en el que nunca nadie puede bañarse dos veces, que decía Heráclito. Incluso Hegel, complaciente con esa astucia de la razón que para él gobernaría la historia, reconocía que cualquier síntesis obtenida a cierta altura debería siempre permanecer insatisfecha, abierta y preparada para la confrontación con una nueva antítesis.
Este equilibrio es además difícil porque se sondea por aproximaciones, alejándose de él para a él regresar. Para buscar la verdad parece incluso recomendable, como apuntaba Epicuro, ser moderados con la moderación, ensayar de alguna forma los extremos para discernir el justo medio, sin perder esa sed tan humana. A algo así parece que apuntaba Kierkegaard cuando afirmaba que quien se pierde en su pasión pierde menos que quien pierde su pasión: De vez en cuando es preciso dejarse arrastrar para, después, hallar el camino correcto. Darse un refrescante baño de agua fría nos despierta y entona aunque al cuerpo le dé pereza, del mismo modo que pasearse por los titulares de la prensa a la que no somos afines nos saca de nuestras cámaras de eco y nos hace regresar más autocríticos y mejores.
Nuestra búsqueda discurre hacia la huidiza verdad por un sendero tensionado y vacilante, buscando siempre un equilibrio. Pero estos equilibrios no son sencillos, y menos en un mundo informativamente aturdido como el nuestro. Es cierto que desde siempre ha sido complicado discernir si obedecer al líder de la tribu o a su oponente, seguir las indicaciones del señor o rebelarse, hacer caso a un vecino u otro, conocer lo que sucedió según lo que cuentan testimonios, habladurías, mitos y leyendas; optar por un cultivo o su alternativa, emigrar o quedarse, escoger una herramienta o un arma, seguir un consejo o ignorarlo. Pero me atrevería a decir que las notificaciones que leemos en el móvil en un año acumulan una cantidad de información muy superior a la que el hombre del medievo procesaba en toda una vida. Y este bombardeo informativo de opiniones y tendencias a un ritmo frenético ahora nos balancea vertiginosamente en ese intento por saber lo que es cierto. La desinformación, con matices, cuestiona singularmente nuestras vidas hoy, e incluso pone en riesgo la fragilidad de nuestras democracias.
Esa pluralidad de voces es una oportunidad para discriminar la verdad, para enriquecernos con puntos de vista, contrastar fuentes e innovar, pero también es ocasión para arrastrarnos lejos de ese fiel hacia derroteros más extremistas y reconfortantes. Pero no hace falta acudir a la ideología política. Los ejemplos en los que buscar este equilibrio inestable que pueda incómodamente asemejarse a la verdad se encuentran en el día a día en múltiples escenarios:
Las virtudes de las dietas equilibradas y la práctica del deporte recomendadas a una sociedad obesa y sedentarizada se vuelven prácticas temerarias de deporte extremo, excéntricas e impenitentes dietas sin soporte científico y enfermizas vigorexias y anorexias dentro de un obsesionado culto al cuerpo.
Las virtudes de la educación que supera el encorsetado paradigma tradicional, que atiende a la diversidad y que respeta el desarrollo personal de cada niño y cada joven, devienen en muchos casos en prácticas educativas irresponsables, consentidoras y cómodas con la malcrianza de niños egoístas e inmaduros que prorrogan su adolescencia sobreprotegida e hipotecan nuestro futuro.
Las virtudes de las tecnologías de la información al servicio de la comunicación y el diálogo, dinamizadoras de la economía y la interacción social pueden degenerar en prácticas de uso compulsivo, adicción mediante ciclos de dopamina a contenidos audiovisuales que nos aletargan, prácticas que nos distancian y aíslan en el fondo al estimular nuestro narcisismo más individualista y frívolo que nos hurta de auténticas y profundas relaciones personales, particularmente entre padres e hijos.
Las virtudes de la reivindicación feminista por la igualdad son innegables para evidenciar las discriminaciones que las mujeres enfrentan por su condición. Pero pueden caer, como hace poco contaba
, en el sesgo gamma, aquel que minimiza una diferencia de género mientras que, simultáneamente, magnifica otra5. Con ello no sólo dan cobertura a otras falsedades e injusticias, sino que traicionan su propia legitimidad y credibilidad.Las virtudes de la libertad de expresión son un pilar fundamental de las sociedades democráticas para su pluralidad y apertura. Pero pueden ser llevadas al extremo con la proliferación de discursos de odio, desinformación y teorías conspirativas que polarizan la sociedad y socavan la confianza en las instituciones y en el conocimiento científico. En contrapunto, la sensibilidad que restringe lo políticamente correcto puede ayudar a proteger a minorías invisibilizadas hasta ahora repudiando los discursos que las discriminan, pero corre el riesgo de volverse una restricción que atente sobre el derecho a la información y a la mentada libertad de expresión.
Y así un largo etcétera.
Podría decirse que la verdad y la virtud se encuentran en ese difícil equilibrio del pensamiento crítico que por un lado, ha de mantener un escepticismo sano, que pueda descubrir nuestros sesgos y desmontar las mentiras y los bulos, pero que al mismo tiempo no se entregue a la tentación conspiranoica de ir contracorriente porque sí, sólo porque en sociedades democráticas nos podemos permitir el lujo de contrariar a la mayoría y, en el camino, intentar ganar algo de la atención que tanto escasea.
Si hemos de escudriñar la verdad y la virtud, parece que se encontrarán:
En un recóndito lugar entre la diversidad extrema y la fría homogeneidad, entre el multiculturalismo que mina la cohesión y el uniformismo que empobrece, oprime e inhibe la pluralidad y la innovación.
Entre el tecnooptimismo que confía por completo en que la tecnología lo resolverá todo, se aprovecha de la ingenuidad y engaña cediendo toda esperanza a un determinismo tecnológico que puede ser voraz; y, en el otro extremo, el discurso de la tecnofobia, del ludismo, enemigo de toda novedad que rompa un statu quo interesado y que si por él fuera, nos habría mantenido viviendo en las cavernas.
Entre la leyenda negra sobre nuestra historia alimentada interesadamente por los enemigos de la nación y que se asume resignadamente bajo el pretexto de fraguar con ella una falsa capacidad de autocrítica; y, del otro extremo, la leyenda rosa, igualmente falsa, que se excita con delirios de grandeza tribales, fábulas interesadas y pretendidas legitimidades de rebaño.
Entre el econoptimismo que confía en un progreso económico exponencial si liberamos al mercado de cualquier tipo de regulación e impuesto coercitivo; y el econopesimismo que reclama un control centralizado que evite la deriva catastrófica de un sistema insostenible que debe ser suplantado de raíz.
Entre el negacionismo que minimiza las amenazas reales, niega las pruebas científicas y coquetea con las pseudociencias y el pensamiento apocalíptico6 que las magnifica y proclama constantes milenarismos para ganar atención al calor de nuestro afán egocéntrico por ser protagonistas de acontecimientos históricos definitivos.
En ese punto, en fin, que no acapara titulares entre unos y otros -ismos…
No entregarse a ninguno de estos extremos requiere de una navegación constante en la incertidumbre. Supone asumir que seremos tachados de tibios y equidistantes, de vendepatrias o de fachas, de individualistas o de colectivistas. Pero, como decía Goethe, los ladridos de los perros sólo son señal de que cabalgamos.
Navegar la incertidumbre
Tiendo a creer que la moderación es precisamente la seña de identidad del gran grueso de la población. Aunque la moderación nunca es tendencia, no se vuelve viral en redes, con altísima frecuencia parece residir en ella la verdad y, con gran frecuencia, la virtud. La gente moderada no goza del protagonismo mediático que tienen las corrientes y los discursos más extremos. Los mecanismos para hacer atractivos y morbosos los contenidos en medios digitales y maximizar nuestra atención priman estos discursos. De hecho, algunos artículos muestran cómo los medios silencian las posiciones más moderadas. Por lo que es necesario reivindicar su valor, ya que la distribución real de las opiniones se aproxima por lo general a una normal, mientras que la proyectada y percibida en medios ofrece una distribución mucho más escorada:
Se han citado hasta la saciedad las llamadas cámaras de eco que nos conectan con gente que piensa como nosotros y maximizan nuestra atención y participación en esos ambientes donde nos sentimos reforzados. Pero el mecanismo algorítmico no es tan simple: también blinda estas cámaras de eco sistematizando la falacia del muñeco de paja exponiéndonos a contenidos que crean enemigos imaginarios: del mismo modo que los enemigos comunes externos fortalecen los vínculos de la tribu, algunos estudios han mostrado cómo buena parte de la polarización política se sostiene por percepciones distorsionadas de los adversarios. La gente tiende a sobrestimar las creencias extremas del lado contrario, lo que fomenta un mayor desdén, evita el diálogo y nos aleja de la verdad7.
El acelerado mundo de la hiperinformación en el que vivimos supone un auténtico reto para esta búsqueda de la verdad y la virtud. Por un lado, la facilidad en el acceso a la información debería permitirnos el discernimiento, el contraste entre posiciones. Pero su evidente desbordamiento es capaz de generar un ruido ensordecedor y contraproducente que dificulta la propia deliberación. Además, bajo la permanente amenaza de infoxicación, los mensajes que nos bombardean sintetizan de forma letalmente simplificadora los detalles y matices, favoreciendo las actitudes y las adhesiones más irreflexivas y ocultando los extremos viciosos. Se añade a esto que nunca es noticia aquello que no se sale de la media. La moderación, por eso, nunca se convierte en trending topic, nunca se vuelve noticia, carece del atractivo estridente de los extremos.
Quiero creer, sin embargo, que si la moderación nunca es tendencia es porque afortunadamente es la tendencia por excelencia. Pero eso no quiere decir que sea en absoluto cómoda ni inercial. Sufrirá el empuje de unos y otros, y de nuestros propios impulsos para decantarnos y cumplir con la conformidad de alguna manada. Como si fuera obligatorio siempre tener una opinión de todo. Preservar nuestra independencia nos irá en ello.
Desde ella será posible seguir buscando la verdad, siempre incómodos, escudriñando ese terreno que está vedado a los cobardes, a los vagos y a los pusilánimes, incapaces de convivir con la incertidumbre que es consustancial a la vida. Eso no quiere decir que la verdad sea siempre complicada. A veces, alcanzarla requiere de una sencillez de corazón de la que carecemos. Pero es que desprenderse de nuestro orgullo para admitirla es también incómodo.
Sólo cabe, probablemente, hacer caso a aquella invitación que nos dejaban los conocidos versos de Antonio Machado:
¿Tu verdad? No, la Verdad, y ven conmigo a buscarla. La tuya, guárdatela.
Leibniz ya hablaba de perspectivismo, admitiendo que la verdad plena es inaccesible al ser humano, pero visible bajo la perspectiva a divinis, esa visión completa que hace del mundo algo con sentido bajo el designio divino. Pero también hay un profundo perspectivismo en Nietzsche, para el que no hay hechos sino interpretaciones, mediadas por las pulsiones de la voluntad de poder que construye lo que es cierto. Y también, por citar a uno más entre nosotros, hallamos perspectivismo en Ortega y Gasset, que apunta a la plausibilidad del descubrimiento intersubjetivo de la verdad desde la circunstancia vital de cada cual, aunque manteniendo siempre una jerarquía de regusto aristocrático que pondera esas perspectivas.
Así definían los griegos a la verdad como alétheia lo des-velado.
Aristóteles prodigaba la expresión μέσον τε καὶ ἄριστον (meson te kai ariston) que puede traducirse como "lo medio es lo mejor" o "lo moderado es lo óptimo". La virtud se encuentra en un punto medio entre dos extremos opuestos. El hombre virtuoso es aquel prudente, phrónimos, que sabe discernir mediante la razón ese lugar equilibrado. Por ejemplo, la valentía es una virtud que se encuentra en el punto medio entre la cobardía (falta de valor) y la temeridad (exceso de valor). Del mismo modo, la generosidad se encuentra entre la mezquindad (falta de generosidad) y la prodigalidad (exceso de generosidad).
A diferencia de Platón, para Aristóteles la virtud no se edifica a partir de la mera contemplación del mundo de las ideas – un ejercicio teórico y de salón, podríamos decir hoy – sino que surge del hábito adquirido tras la repetición de muchas acciones buenas (pues una golondrina no hace verano), conformando el carácter virtuoso. Así pues, la virtud - y la búsqueda de la verdad - se da a posteriori: practicando y experimentando.
Allí contrastaba las argumentaciones ponderadas que se enfrentan:
(Las mujeres) alcanzan menos puestos directivos, estudian menos carreras de Física o Matemáticas. La escasez e invisibilización de las mujeres en la ciencia y tecnología contribuyen a la desigualdad de acceso a la formación e investigación en carreras científicas, consecuentemente contribuyendo a efectos como el techo de cristal o el efecto Matilda. Hay más mujeres que sufren abuso sexual.
Sin embargo, 80 % de las personas sin hogar son hombres. El 92% de los trabajadores que mueren durante la jornada laboral son hombres. Los hombres tienen un mayor tasa de abandono de estudios. Los hombres se suicidan tres veces más que las mujeres. Hay más universitarias que universitarios. Los tres cánceres más mortales afectan más a los hombres que a las mujeres. La esperanza de vida es menor en hombres que mujeres. Hay más hombres que son asesinados.
El tiempo quita la razón a los apocalípticos de todas las épocas, desde el milenarismo hasta el ecologismo más catastrofista; pero, claro, el día que uno lleve razón no tendremos ocasión de reconocérselo. Como el pavo de Russell acostumbrado a su festín cotidiano, es posible que un día nos veamos sorprendidos por la llegada de la Navidad.
La polarización falsa amplificada por los medios de comunicación partidistas representa a los oponentes políticos de manera extremista, incrementando así la hostilidad y la desinformación mutua. Esto afecta negativamente a las interacciones entre las personas de diferentes ideologías. La falta de comunicación y la tendencia a demonizar al oponente político no sólo son una amenaza para la cohesión social sino que nos alejan de la verdad.
Personalmente, me costó tiempo aprender lo importante que es buscar el equilibrio y no abrazar determinadas verdades absolutas. Ahora incluso me siento cómodo navegando ese equilibrio, y forzando hacia los extremos cuando hablo con otras personas para testear su manejo de ese equilibrio (o lo que vulgarmente se confunde con ser alguien a quien le gusta llevar la contraria).
Una cosa que me resulta interesante sobre los extremos es también cómo "los contrarios" se esfuerzan por manejar donde está situado ese extremo. Es de sobra conocido en política que el progreso se encuentra en el medio de dos posturas enfrentadas, por lo que es muy importante situar el extremo contrario lo más cercano al centro posible. El problema es que esto se ha llevado hasta el absurdo, y ahora se busca lanzar hacia los extremos a cualquier adversario, aunque estén prácticamente en un centro ideológico. Muy interesante la práctica, pero también muy importante que todo el mundo la conociera bien.